Juventud y senectud
Por: VÍCTOR ANDRÉS PONCE (*)
Luego de las marchas que forzaron la renuncia del Gobierno interino de Manuel Merino y el Gabinete Flores-Aráoz, el debate sobre el papel de la juventud en el Bicentenario y las generaciones entró a la agenda política. Una primera cuestión: al margen de cualquier envoltura durante la protesta, las marchas de los jóvenes son absolutamente justificadas. En realidad, protestaban contra una clase política que, luego de las elecciones del 2016, desató una guerra civil sin balas.
Si bien Fuerza Popular inició la guerra contra PPK, el ex presidente Vizcarra la llevó a límites inimaginables. En este periodo hubo cuatro procesos de vacancia, la renuncia de un jefe de Estado, un referendo, una reforma constitucional que degradó nuestra Carta Política, el cierre inconstitucional del Congreso, la vacancia de un jefe de Estado y la renuncia de un presidente interino. Es decir, el siglo XIX y sus asonadas regresaron con fuerza y convirtieron el periodo 2016-2021 en uno de los más volcánicos de nuestra historia, pese a que pudo ser el mejor, largamente el mejor. Cuando la pandemia se lleva a nuestros hermanos y vecinos, cuando la incapacidad del Estado asoma con toda intensidad y cuando se pierden empleos y los pobres mueren de hambre, ¿cómo no iba a surgir la ira juvenil contra la clase política guerrera? Imposible.
Sin embargo, sobre la legítima irritación de los jóvenes, una vez más los comunistas, expertos en estrategia, desarrollaron diversas envolturas para pretender encauzar la rabia juvenil por los caminos de la intolerancia y la táctica chavista de la constituyente. Al final no lo lograron ni lo lograrán.
No obstante, algo que merece la atención es el discurso alrededor de la juventud y el Bicentenario que desarrollaron las corrientes chavistas. Este mensaje repetía la máxima de Manuel González Prada: ¡Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra! Esta sentencia, de raíz jacobina, de alguna manera dejó su impronta en el siglo XX peruano. Los jóvenes siempre comenzaban todo de nuevo porque lo viejo debería estar en la tumba. Y los resultados están sobre la mesa: 12 constituciones, más de 20 estatutos de gobierno y un país que no logra arañar el desarrollo ni construir una república. Es decir, un país pobre y sin libertad.
La idea de que los viejos deben estar en la tumba y los jóvenes en la obra también le sirvió a los bolcheviques, a los nazis, a Mao (en la Revolución Cultural China), a Chávez, a Fujimori y a Evo Morales para derribar todo lo existente (identificado con lo viejo) y comenzar a construir de nuevo.
Sin embargo, las sociedades que han construido repúblicas, sociedades abiertas y han alcanzado momentos cumbres a lo largo de la historia son aquellas en que la juventud siempre ha dialogado con la senectud. Roma construyó una república de 450 años –la más longeva de la humanidad– en base a los viejos del Senado y los equilibrios institucionales, hasta que Julio César, con los jóvenes legionarios, cruzó el Rubicón y aplastó las instituciones. El Reino Unido mantiene una continuidad institucional desde 1215 y Estados Unidos un constitucionalismo de dos siglos, por el diálogo permanente de sus generaciones.
La tradición jacobina, que derrumbó las instituciones como si fueran ladrillos en la Revolución francesa, es la misma tradición bolchevique y nazi. Para ellos las instituciones son paredes que se derrumban y construyen a voluntad, en base a la razón pura. Nada tienen que ver con la historia y las tradiciones, por ejemplo. De allí que ignorar la Constitución de 1993 y sus 30 años de crecimiento y reducción de pobreza no importa. De allí que permanecer ciegos ante los logros institucionales de la actual Carta Política, que posibilitó cuatro elecciones sucesivas sin interrupciones, sea un asunto menor. Todo se puede derribar.
Burke, el gran conservador-liberal anglosajón, solía decir que las instituciones son las únicas entidades que conservan la sabiduría de una sociedad. No hay coeficiente individual que supere a la discreción institucional, porque las instituciones expresan un pacto entre los vivos y los muertos con los que están por nacer. Es decir, un pacto entre los jóvenes y los viejos, entre los jóvenes y los libros (repositorio de los muertos), entre los jóvenes y la historia y las tradiciones. Si la juventud no dialoga con los viejos, entonces la sociedad se destruirá, se desorganizará para volver a aprender. Es decir, habrá caído en el círculo de hierro del subdesarrollo en que se derrumbó el Perú luego de la Independencia.
(*) Director de El Montonero
(www.elmontonero.pe)