Editorial

::: UN CEVICHITO: LA COSTUMBRE PUEDE MÁS QUE LA RAZÓN :::

Más de los días las fuerzas del orden intervienen numerosas cebicherías repletas de clientes, quienes de la manera más temeraria desafían  las medidas de seguridad sanitaria. La imposibilidad de evitar la costumbre de degustar  este plato típico, tan enraizado en el menú cotidiano, ha traído a nuestra memoria  una frase del gran escritor inglés Charles Dickens quien dijo: “El hombre es un animal de costumbres”.

Cierto. A diferencia de otros seres vivientes, los humanos no aceptamos que nos impongan por la fuerza un nuevo estilo de vida. Cuando las circunstancias lo obligan, podemos adaptarnos por un tiempo a nuevos hábitos y nuevas costumbres. Pero en la primera oportunidad que  se nos presente, retomamos nuestra entrañable y bien amada vida normal, cueste lo que cueste. De ahí que parafraseando al gran Charles Dickens, podríamos añadir por nuestra parte que el hombre se acostumbra incluso a convivir con la muerte.

Por consiguiente, es indudable que la numerosa clientela que en estos días de pandemia acude a estos locales, lo hace plenamente consciente del grave peligro que eso significa. Hemos comprobado hasta el cansancio que cualquier advertencia resulta  inútil. La costumbre puede más que la razón.

Pero el gusto irreprimible de saborear un cevichito, con los amigos de siempre y en el lugar de siempre, representa  en este momento una enorme  irresponsabilidad. Por donde quiera que se le mire, y dígase lo que se diga, eso no deja de ser una manera de desafiar a la muerte.

No solamente se trata de guardar la mascarilla en el bolsillo, hablar y reír en voz alta, y estrechar la mano de nuevos amigos. De retorno a casa es posible que estemos llevando consigo una carga viral que tranquilamente podemos transmitir a nuestros familiares; con lo cual la cadena de contagio seguirá en aumento.

Pero detrás de esta enraizada costumbre, poco menos que imposible de quitarnos de encima, existe otra realidad ante la cual tampoco podemos cerrar los ojos.

Se estima que en los distritos de Chimbote y Nuevo Chimbote funcionan por lo menos dos mil establecimientos dedicados a esta tradicional actividad. De ellos, unos doscientos operan formalizados conforme a ley ya que, además de contar con la correspondiente licencia municipal, figuran registrados y categorizados en el padrón de empresas de servicios turísticos.

Sin embargo otros trescientos funcionan únicamente con autorización municipal, en tanto que la gran mayoría lo hace sin permiso oficial alguno, en la más completa informalidad. En este caso no existe ningún tipo de control ni obligación. Por absurdo que parezca, son precisamente estos locales donde se ofrece los mejores ceviches, los mejores picantes, que los han convertido en los preferidos del público. Los hay para todo tipo de bolsillo. Algunos prefieren funcionar a puerta cerrada ya que ni siquiera necesitan de carteles ni publicidad. Como bien lo dirían nuestros hermanos de Catacaos, así como la buena chicha no necesita bandera, el buen cebiche tampoco necesita publicidad.

Se calcula asimismo que en circunstancias normales, estos locales dan ocupación a más de ocho mil trabajadores entre cocineros, barman y meseros. Este gran contingente de fuerza laboral, ahora ha pasado a engrosar la fila cada día más larga de la desocupación. Ya se va a cumplir un año desde que estas ocho mil familias amanecen y anochecen buscando una nueva  forma de ganar el pan de cada día, sin que hasta el momento avizoren alguna solución.

Si las cosas resultan conforme está sucediendo en otras partes del mundo, esperemos que muy pronto los peruanos podamos retomar nuestras costumbres de siempre, sobre todo la costumbre de vivir en salud.