Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Nadie puede conmemorar un bicentenario sin el tesón de la verdad: y esa verdad es Prada. Además, cambiemos el verbo inservible ahora y digamos mejor, “recordar”. Demos, pues, ese salto hacia atrás y veamos al hombre que vindicó a toda una generación reducida a cenizas; escuchemos sus discursos que revelaron nuestra imagen pedestre y estulta; sintamos el ariete de su pensamiento y cuya embestida marcó de por vida a toda una república; vislumbremos, con la vergüenza contenida, que el oprobio y la bajeza que se denunció ayer son los mismos que cunden hoy. Aquel que en estos tiempos celebre todavía para la patria un optimismo suministrado a cuentagotas, reciba la misma bofetada de un 1879 o un 1908; aquel que aún percibe el porvenir bajo el velo de una esperanza sibarítica, tenga como suplicio cada frase que Prada forjó en sus páginas. Rememoremos, en fin, en estos doscientos años independientes, al hombre que nos acusó y enjuició.
Manuel González Prada puede resumirse en dos palabras: el ataque. Consciente de la raíz profunda de los males nacionales, decidió dedicar la energía de su voz y personalidad en combatirlos directamente. Sabía que la alevosía y la astucia primaban del otro lado, entonces no cejó en denunciarlo todo. Derrotado por la guerra del Pacífico, la abulia pudo haberlo sometido, pero, en vez de eso, se insufló de vitalidad y se convirtió en el emblema de la renovación. Políticos, aristócratas, limeños, literatos, militares, etcétera, tuvieron que soportar la fusta de sus discursos y escritos; ellos contratacaron, más el pensador volvía a la carga con doble denuedo: «Política quiere decir traición, hipocresía, mala fe, podre con guante blanco (…) No, de los grandes y buenos políticos no vino al mundo nada bueno ni grande», sentenció en su momento; para él, la política estaba, así, infestada de cuervos, beduinos y bandoleros. A continuación, arremetía contra los abogados –a los que calificaba más de rábulas que de doctos–, señalando que sus cabezas solo eran cajas de fonógrafos en que se repetían leyes y decretos; además, agregaba, en el mundillo judicial todo se pervierte: el lenguaje, el honor, la verdad; y, con un dardo final, remató: «En la abogacía, como en un sepulcro voraz e insaciable, se han hundido prematuramente muchas inteligencias, quizá las mejores del país». De los periodistas dijo otro tanto; los tildó de copiones y contaminadores, de osados ratones detrás de una portada. De los limeños afirmó que solo piensan en comer y deglutir. De los españoles mencionó su insensibilidad y crueldad para con los animales, pues sus lidias de toros representaban la barbarie de la humanidad. De los curas reprochó su gusto por intentar acostarse con cada muchacha que se acercaba a la feligresía… Prada no dejó de mostrar cada fango.
¿Se puede decir que es un personaje de los siglos pasados? Sí, pero también hay que agregar que fue un inactual. Parecía combatir las miserias de su tiempo, participar fogosamente de las polémicas de la época y agitar los problemas sociales de ese entonces; sin embargo, en el fondo estaba imprimiendo el sello que habría de determinar, hasta hoy, el carácter de sus compatriotas. A ojos de Prada, el peruano del mañana habría de ser el mismo. No se equivocó. ¿Qué surge ante las narices de un hombre del siglo XXI? Lo siguiente. Nuestros políticos llegan al poder como verduleros ofertando el mejor producto; y una vez en los sillones de su mando, otean como buitres la buena pro de las obras públicas. Nuestros abogados se regodean en las leguleyadas de siempre y sus oficios y demandas son insultos a la lengua castellana; de otra parte, los jueces siguen siendo los mismos virreyes de cuatro paredes y llegan hasta defender con uñas y dientes su honra esperpéntica: un juez roba en el Perú, pero para saldar sus deudas y mostrar arrepentimiento, se rebautiza y se hace evangélico en España. El que está en Lima y vive en esa ciudad se cree el motor de la historia, la vanguardia del desarrollo, la última proclama: y eso significa para los citadinos de esa urbe una mejor feria gastronómica, un hermoso parque remodelado, un cine al día con las películas norteamericanas. ¿No tienen varios de los connacionales alguna nostalgia por el período colonial?; ¿no ha hecho el mayor ridículo recientemente uno de nuestros congresistas al rendir una lambiscona pleitesía al rey de España, manifestando que los peruanos nos sentimos españoles desde el Tratado de Tordesillas –tratado con el que España y Portugal se repartieron América en el siglo XV como si esta fuese un cordero–, y agregando, con el pecho inflado de orgullo, que una calle de Madrid llevaba el nombre de su abuelo?
No esperemos, pues, globos y fuegos artificiales en el bicentenario. Las cosas contra las que arremetió Prada hace más de un siglo tienen una vigencia inobjetable. Retomemos entonces su ejemplo de ya no decir nada a baja voz; continuemos con el trayecto de seguir atacando con la palabra lo más ignominioso; enrumbemos nuestras ideas contra lo detestable de la peruanidad y que Manuel González enumeró casi como un numerus clausus. Ningún político, ningún poderoso, ningún conservador concederá un ápice para que decaiga su gloria de azucenas; eso lo sabemos y, por lo tanto, rechazamos su bicentenario de fechas célebres, de auditorios de banderillas a bicolor, de aplausos a vanidosas soflamas. El bicentenario es la liza y la delación, el reclamo y el grito.
(*) Abogado, Filósofo (UNMSM) y actual maestrista de Literatura en Universidad de Barcelona, España.