Mg. Miguel Koo Vargas (*)
Tras una semana de las elecciones de la segunda vuelta, el panorama en el que nos encontramos los peruanos sigue siendo incierto, sombrío y lúgubre. El proceso electoral ha mostrado inconsistencias y visos muy claros sobre una alta posibilidad de fraude, a la luz de los últimos destapes que han evidenciado un extraño registro de las actas con votos impugnados en el sistema electrónico de la ONPE. Los resultados de muchas actas muestran cifras contradictorias con las imágenes adjuntadas como evidencias. Muchas de ellas fueron observadas por supuesta ilegibilidad o por presentar elementos que anularían la intención de voto, cuando la realidad es todo lo contrario. El presidente del JNE, Jorge Luis Salas, intentó mostrar ciertos destellos de transparencia a un proceso que ha sido turbio desde el inicio, declarando que iba a hacer público el proceso de revisión de actas con impugnaciones. Finalmente, nos encontramos frente a una revisión ralentizada, y sin ninguna seguridad para los intereses de los peruanos.
La gente salió el sábado a marchar a las calles de la capital, manifestando su total rechazo a la manera en que se viene manejando el proceso de levantamiento de observaciones del proceso electoral. Una encuesta sobre percepción de fraude de Idice, afirma que un 78.8% de peruanos cree que hubo fraude en estos últimos comicios. No es de extrañar entonces la masiva respuesta de la gente en las calles, marchando con banderas y rosarios en mano, clamando libertad y respeto a la democracia.
Estos sucesos que se han replicado en diferentes puntos del país, me hicieron recordar pasajes sombríos de nuestra historia en los últimos cuarenta años, sobre todo en la década de los 70’, cuando la gente salía a marchar a las calles pidiendo por el fin de la dictadura de Velasco, y posteriormente, con la de Alberto Fujimori. Eventos que terminaron con una represión brutal hacia la población, y uno en particular que los jóvenes de mi generación no vivimos, el llamado “Limazo” del 5 de febrero de 1975, en la que la dictadura socialista acribilló sangrientamente a unos seis mil ciudadanos, producto de una errada política económica y social que nos llevaron a una crisis demoledora.
No se me ocurrió una mejor idea que denominar a este epifenómeno bajo el titular de esta columna: “días del futuro pasado”, pues, nos encontramos nuevamente frente al mismo bucle satánico o “skandalon” que significa “trampa” en griego, que nos hará repetir el plato de aquellos días aciagos para nuestra historia. Es el “skandalon” del socialismo la misma trampa y receta nefasta que ha sumido en la miseria a tantas naciones, y que viene a instaurarse con alevosía en nuestro país, frente a las narices de las instituciones y organismos llamados a velar por la transparencia, la democracia e incluso a custodiar la fe, refiriéndome directamente a algunos malos obispos de la Iglesia Católica que no han advertido ni denunciado con claridad el terrible flagelo que representa el comunismo para la salvación de las almas.
Todo esto me lleva a reforzar la hipótesis que he defendido semana tras semana en esta columna, en la que hemos expuesto con claridad los mecanismos que conforman este plan deliberado y premeditado con muchos años atrás por el comunismo para hacerse del poder político. Al mismo estilo de Maquiavelo y Napoleón, introduciéndose en la vida de la gente desde los primeros años de vida, manipulando consciencias, suprimiendo las libertades de culto, enfrentando a unos con otros, y sembrando la cizaña en medio de la crisis, todo a cambio del dominio absoluto. Nada importa más para la mente perversa y psicopática que apoderarse del poder a costa del sufrimiento y la muerte de muchos inocentes. No importa sacrificar la vida de unos cuántos, dirían los comunistas, pues los hombres pasarán, pero la revolución seguirá adelante, haciendo una grotesca imitación del Evangelio cuando el Señor dice: “Cielo y Tierra pasarán, más mis palabras no pasarán”.
Los días del pasado vienen al presente para instalarse y apoderarse de nuestro futuro. La pregunta que debemos hacernos todos nosotros es la misma interpelación de Cristo a sus apóstoles cuando les dice: “¿Cuando yo vuelva hallaré fe en la Tierra?” Estos sucesos han debilitado nuestra fe, en cierta medida, a todo nivel, pues vemos con claridad que ni si quiera la propia Iglesia ha tenido un rol activo y directo en condenar las ideologías perversas que se disfrazan de verdad para confundir a la población. “De suerte que, herido el pastor, se dispersan las ovejas” reza el exorcismo de León XIII. Entonces, ¿cómo podemos pretender que Dios obre el milagro que necesitamos en nuestra sociedad, si los peruanos hemos direccionado nuestra fe a los propios candidatos? Así es. Hemos depositado nuestra esperanza de cambio en sistemas políticos o en simples hombres que han llegado a la política bajo un discurso que vende una atractiva pero falsa esperanza de remisión. Nos hemos olvidado que el único que puede hacer nuevas todas las cosas es Jesucristo, y tiene el poder para hacerlo, pero es algo que no lo vemos con claridad porque el ruido del mundo nos ensordece.
Nos esperan tiempos muy difíciles, qué duda cabe, pero como un pueblo de fe, debemos ser luz en medio de las tinieblas, tener la seguridad y la alegría de que Cristo ya venció en la Cruz, y nosotros debemos unirnos a su triunfo, aguardando su llegada con ardiente caridad y profundo amor por los que más sufren y menos tienen. Pidamos entonces que nos conceda la gracia de una sincera conversión, y la luz para los que nos van a gobernar.
(*) Analista y asesor de
comunicaciones