Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
El libro de Paulo Drinot –Historia de la prostitución en el Perú (1850-1956)–, recientemente publicado en su versión castellana por el Instituto de Estudios Peruanos, nos sumerge en una historia académica de la prostitución en nuestro país. Este debe ser el principal logro del libro: en el Perú, donde todo tema se hace risible, y mucho más cuando se habla de putas y de sexo, el toque de seriedad y de compromiso académico sirve para desanclar burlas, prejuicios y falsedades. Drinot abre y cierra su obra de un modo parco, sin grandilocuencias; tiene la meta del análisis social, de la pura observación.
La historia de nuestra prostitución, dice el autor, tiene el mismo rasgo que el de otros países: el haber pasado por el ciclo de reglamentarismo-abolicionismo. Las mujeres que han ofrecido servicios sexuales son de larga data, por supuesto, pero desde fines del siglo XIX se buscó reglamentar su oficio. De ese modo, recién en los años veinte, por ejemplo, el Estado consiguió fijar una zona roja definitiva para Lima: el famoso burdel Huatica de La Victoria. Se suponía que con este lugar establecido las prostitutas estarían registradas, pasarían chequeos médicos y los hombres tendría un lugar público adonde acudir.
Sin embargo, continua Drinot, hubo una oleada de críticas por parte de ciertos abolicionistas conservadores. El Estado no podía legitimar un prostíbulo, porque era como promover el sexo (y más mujeres se verían tentadas a ejercer el oficio), la delincuencia y las enfermedades venéreas. A resultas de ello, en 1956 los vecinos notables de Lima clausuraron Huatica. Pero, surge la pregunta, ¿la prostitución se acabó?
Otras dos problemáticas se pueden sonsacar del libro de Drinot; ambas mantienen una inquietante actualidad. La primera se centra en la vinculación de la prostitución con la criminalidad; y la segunda se basa en que los prostíbulos deben estar en los extramuros. Es visible, claro está, que en las historias de las meretrices se inmiscuyen los proxenetas y los facinerosos, pero asumo que la tarea de combatir la delincuencia es trabajo del Estado, no de ellas, así como encargamos la educación de los menores (me refiero a la educación regular) a la comunidad, no a los propios padres.
Respecto a la segunda problemática, se tiene que aclimatar la respuesta. He visitado Ámsterdam y su amplia zona roja está dentro de la ciudad, no fuera, y de ese modo, tanto niños como ancianos pueden contemplar con facilidad las vitrinas donde se ofrecen las trabajadoras sexuales. Hacer lo mismo en nuestro país, altamente monástico en la mayor parte de sus costumbres, sería una iniciativa muy atrevida que, por lo candente o polémica, terminaría siendo rechazada inmediatamente. Luego, una zona roja definida y segura (que, de momento, podría estar en los extramuros de cada ciudad), sería consecuente con una política reglamentarista y correcta. No aceptar ello es lidiar con la prostitución clandestina, que de todos modos se daría, para agrado de las garras de la criminalidad.
La discusión sobre si la prostitución es buena o mala me parece un debate innecesario. El sexo es el acto más transgresor de todos los actos del hombre, que es imposible de encajar en cualquier defensa o contraargumento. Ni feministas, ni conservadores, ni curas, ni psicólogos, ni médicos, han podido –ni podrán– definir a cabalidad el sexo y la prostitución. Estos dos son siempre agua que resbala en cualquier mano. Pero al menos de algo tenemos que tener certeza: toda república decente debe velar por tres cosas: sus cárceles, sus bibliotecas y sus prostíbulos.
(*) Abogado, Filosofo (UNMSM) y actual Maestrista en Universidad de Barcelona.