Opinión

CHESTERTON REDIVIVO

Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)

Podemos resumir la vida de Gilbert Keith Chesterton así: escritor inglés de cuentos policiales, gran polemista de su tiempo, católico feliz. Chesterton renovó en su momento los relatos policiales. Contrapuso al excéntrico y cuasi matemático Sherlock Holmes –el famoso detective de Conan Doyle– su modesto padre Brown, un religioso que resolvía crímenes a punta de intuición y sentido común de lo que es la maldad humana.

Pero Chesterton escribió cuentos policiales solo para sobrevivir económicamente. En el fondo, siempre quiso ser un polemista, un discutidor. De ese modo, se convirtió en periodista, cultivó el ensayo y llegó a fundar su propio periódico en 1925. Entonces, infatigablemente esgrimía contra los males de Inglaterra. Esta, qué duda cabe, seguía siendo uno de los principales países de la modernidad, el desarrollo y el progreso industrial; pero para Chesterton, ella solo tendía a convertirse «en un vasto espectáculo de la imbecilidad». Además, creía que a su democracia le importaba más la igualdad de los caballos que la de los hombres.

Por supuesto, es conocida la conversión de Chesterton al catolicismo; hecho que no sucedió por alguna revelación, sino por un largo proceso espiritual de años. Por lo demás, en una Inglaterra que tradicionalmente ha puesto a un lado a la iglesia católica, el bautismo de aquel resultó ejemplar. Hay personas que, en base a esa famosa conversión, decidieron abrazar la fe. No puedo negar –creo que nadie puede negar– que la moral cristiana ha aportado significativamente a la prosa de Chesterton. Léase su ensayo “Un trozo de tiza” y podrá verificar cómo se puede ser católico y consistente a la vez. (Con todo, uno de sus mejores discípulos y gran heredero de su ironía, Jorge Luis Borges, lo calificó, en la revista Sur, de «defensor de causas perdidas»).

¿Chesterton sepultado? Ni mucho menos. Sus diatribas contra la Inglaterra moderna eran también contra el mundo moderno, el actual. Lo primero que se quejaba Chesterton de este mundo era la facilidad con que la gente cambiaba, digamos, de camiseta. La gente puede defender hoy, con mucho ardor, un punto de vista ético y, al día siguiente, puede defender otro, y luego otro, y así sucesivamente. Las personas no abrazan ideales seguros ni proyectos comunes, sino que están a la deriva y al vaivén de los nefastos oradores o políticos. Cambiamos rápidamente nuestras opiniones éticas a conveniencia, reprochaba Chesterton, mientras jamás quisiéramos modificar el exquisito desayuno al que estamos acostumbrados.

Pero fuera de su lucha feroz contra el relativismo, es de admirar en Chesterton su forma de proyectarse ante el mundo. Tanto él –felizmente obeso, con capa y quevedos–, como su prosa –que destila alegría en cada página–, aplastan todo pesimismo. Chesterton era un intelectual que gozaba de las palabras; se reía de él mismo y de lo que escribía; no tenía miedo a errar. Todo lo contrario de nuestros intelectuales de hoy, de nuestra prensa y nuestra academia: ninguno de estos quiere equivocarse (ni mucho menos reconocer un error) y su escritura siempre es severa, adusta, fatigosa. Chesterton es un compromiso con la vida y la felicidad; nosotros gustamos del abismo y la decadencia. Él podía tributarle una página a un escarabajo; nosotros nos regodeamos ninguneando. Aún podemos aprender del hombre de Beaconsfield.

(*) Magister en Filosofía por la UNMSM