Opinión

El taxi amarillo

Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)

Existe un taxista en Lima cuyo auto es de color amarillo y el capó muy largo. No suele haber taxis amarillos en la ciudad, así que esa vez lo paré con el dedo y le pedí que me llevara al Real Felipe. El conductor tenía una evidente calvicie, aunque unas breves canas brillosas todavía le remataban las sienes. Mientras surcaba las calles y encontraba atajos, le hice la siguiente pregunta: «¿Por qué el invierno en Lima no se terminaba?» Aunque en el fondo de mi pecho resonaba otra: «¿Por qué usted va en un auto amarillo en una ciudad gris?» El taxista me respondió esto y lo otro, pero lo que más me llamó la atención es que él podía reconocer el fin del invierno. «Las poncianas, dijo, mire las poncianas; siguen aún sin florecer. Cuando empiecen a brotar, el invierno se irá». ¿Eso es todo? ¿Un hombre puede detectar el cambio de estación por el cambio que se produce en unos árboles?

La respuesta puede ser sencilla: sí. Pero no me interesa la respuesta en este momento, además de que jamás me han importado las repuestas, sino las preguntas. Y la pregunta que seguía en pie era: ¿cómo este hombre puede olfatear el cambio de estación mediante un árbol, cuando en Lima casi nadie hace caso de los árboles? Los árboles están en los parques; lo sé. Pero decir eso es como decir que los sartenes están en la cocina y ahí deben quedarse. En verdad, los árboles y los arbustos y las plantas deberían estar en todos lados, y así pasa en Lima en realidad: vemos que hay muchas plantas a lo largo de sus asfaltados. Solo que uno esperaría ver un árbol verde o unos tallos con vitalidad, sin embargo, lo que encuentra es una triste maraña hollinada, un alto que es meadero o botadero de estrujadas bolsitas de golosinas.

Un árbol en una avenida principal de la ciudad es un triste espectáculo, y lo que es peor: es nulo, no existe. El hombre moderno o de la urbe es extrañísimo, porque pone de cabeza las categorías filosóficas: no existe para él un árbol, pero sí su vivienda de concreto, el pagaré ya vencido o el ordenador con que trabaja. Por eso mi interés por el taxista: este anda mirando las poncianas, para revelar el cambio en su derredor; es un hombre atento a lo verdaderamente existente; es un catador de la vida, un auténtico lector del universo. Además, con infinita sabiduría, presupone que los árboles no deben estar solo en los parques. Y me atrevería a agregar una última cosa: ese taxista pintó su taxi de amarillo por alguna razón, por algún mensaje. Quizá no podía soportar un invierno gris sin un poco de sol. Sol con ruedas, en este caso. Yo no paré el taxi, sino al revés.

Pero el taxista tan solo me dejó en el Real Felipe. Y encima de este, pude divisar al fin el mar, los botes y una gigante moneda parda cayendo sobre las aguas.

(*) Magister en Filosofía por la UNMSM