Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
No soy lector voraz, ni me agradan los lectores voraces. Pienso que este tipo de lectores descuidan algo esencial en la lectura: el detenimiento, la pausa reflexiva, el suspiro merecido. Leer de un tirón un libro es como no leerlo; es como coger un plátano y tragárselo por el mero hecho de que se tiene hambre. No nos sirve saber de qué va un libro, si es que no hemos reparado unos minutos, o quizá unas horas, en cada una de las frases que lo componen. Usted está loco, se me replicará, quién se ha de concentrar en cada una de las oraciones de un libro y en cada una de sus consecuencias, porque de hacerlo, jamás culminaríamos con la lectura. ¿Pero, respondería yo de inmediato, quién dijo que es obligatorio terminar un libro?
En verdad, se puede desterrar muchos prejuicios acerca de la lectura de los libros, pero ahora estoy con el caso de los lectores voraces que no toman en serio los detalles. Y no los toman, porque se preocupan más de la erudición, de la vanguardia o de los certámenes. Para ellos, sería escandaloso que un hombre sea lector de un solo libro y, lo que es peor, que alguien haga una lectura interminable de un libro terminable.
El lector voraz no lee. Leer de corrido los cuentos de Edgar Allan Poe, como un lector voraz, es no leerlo. Uno no puede quedarse con el mero placer negro de sus asesinatos o el lúcido encadenamiento de sus aventuras fantasiosas. Es necesario coger la lupa. Esperar. En uno de sus relatos, por ejemplo, descubrí una reveladora metafísica. En Poe, hay hombres que ejecutan actos malos; son unos canallas que gozan con vilipendiar o deteriorar a otro. En el caso de “Hop-Frog”, un personaje humilla a una enana de tal modo que el repudio de ese acto se siente hasta en las tensísimas manos del lector. Pero el mecanismo ya está desatado: Poe nos previene que ese acto perverso tendrá una terrible compensación. La metafísica de Poe se resume entonces así: el mal es aplastado solo por otro mal superior, sin escapatoria. Esto ya es religioso, indostánico; uno no puede terminar y pasar al siguiente cuento como si estuviese frente a una carta de menú.
Para nuestros tiempos modernos y escépticos, resulta no solo tedioso, sino también incoherente hablar de un mal metafísico, es decir, que haya un mal de por sí, fatídico, que se impone sobre las voluntades de los individuos. Nadie es malo por naturaleza, ni la maldad es una entidad sobrehumana. Eso solo puede ocurrir, nos decimos, en las inextricables y retorcidas ideas de Poe.
Pero, precisamente, esa idea del mal es la más conveniente, y con ello pretendo afirmar que la metafísica de Poe desemboca en una lección. Este ha afilado un mensaje peculiar: si no le echamos la culpa a nadie, el dolor humano no tendría sentido. Si no le echamos la culpa a ningún hombre, por lo menos acusemos al mal. Entonces a algo debemos dirigirnos (cómo lo castigamos: pues que eso quede para la insondable mente de Poe) o nos veremos diluidos en el vacío, lo cual es más nefasto. El vacío es peor que el mal.
¿Un ejemplo práctico para esta negra pero necesaria metafísica? Rebusquemos. Una pareja se encuentra a solas con su bebé en un puente solitario y oscuro. Luego de unos minutos, el bebé tiene un puñal en el cuerpo. Nadie puede escuchar su llanto, ni nadie puede descubrir quién lo apuñaló; los propios testigos directos hesitan. ¿Preferimos la nada o el mal? Si queremos aún tener el índice elevado, requerimos de lo segundo.
(*) Mg. en Filosofía por la UNMSM