Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Primero hay que preguntarnos si podemos pensar a Dios. Con mediano esfuerzo, por ejemplo, puedo pensar que Dios es lo más grande o excelso o bondadoso que hay. En la Edad Media, hubo un filósofo cristiano, San Anselmo, que hizo dicho ejercicio mental y lo convirtió, sagazmente, en un argumento, proponiéndolo así: en tanto Dios es lo sumo, el non plus ultra, no le puede faltar la categoría de la existencia y, por lo tanto, debe existir. Cualquier hombre moderno, tomaría con mucha gracia este raciocinio, así como también las cinco vías de la existencia de Dios de Santo Tomás. Sin embargo, no voy a discutir ahora la existencia de ese ser supremo, porque me bastaría suponerlo.
¿Pero cómo es Dios? Decir que es lo más grande parece no decir nada, aunque nos revela algo crucial de fondo: ¿es el hombre capaz, mediante su sola razón, de aprehender a Dios? Según la historia de las religiones, la Iglesia cristiana se ha erigido sobre este enigma. Y precisamente por este, se ha conformado, por lo menos, dos tipos de Iglesias: la católica romana y la oriental. La primera, unida a la gran tradición filosófica griega, trató de esbozar un concepto de Dios, esto es, que sea comprensible racionalmente. Dios no podía ser algo inefable ni inexpresivo: todos podemos acceder a su voluntad y guiarnos según esta. Por su parte, la Iglesia oriental o también llamada ortodoxa, de tendencia más mística, apostaba por acercarse a Dios no con la razón, sino a través de las experiencias espirituales, la inspiración y la imaginación. Para esta Iglesia, Dios va más allá de las categorías lógicas.
En vez de tomar partido por alguna de estas dos (aunque sabemos muy bien que, desde niños, nos inclinan a aceptar las tesis de la Iglesia romana), debemos mejor ser conscientes de que no hubo una sola, sino varias concepciones acerca del carácter de Dios. El Dios de los medievales no era el mismo de los protestantes o judíos del Renacimiento, ni es igual al de los cristianos de hoy. En tanto humanos falibles e imaginativos, es normal encontrar una multiplicidad de doctrinas y credos religiosos, los mismos que responden a las demandas espirituales de cada época.
Es que en verdad Dios se enriquece con la historia humana. El fenómeno religioso es muy variado y basta tan solo sacar las narices de las religiones monoteístas, para apreciar la riqueza cultural de la que hace gala en muchas regiones del mundo. De ahí que podamos erradicar prejuicios como del tipo de que la religión sería una cuestión cerril y nada atractiva. Todo lo contrario, buscamos siempre discutir o aprender más sobre Dios. Nadie se escapa de los asuntos divinos y ya William James sentenció, hace más de un siglo, que hasta el ateo tiene un no-Dios.
¿Qué se puede, en fin, razonar sobre Dios? Muchas cosas, a pesar de nuestras limitaciones. El griego Epicuro enseñaba que Dios no se preocupa del destino de los hombres. Para algunos cabalistas judíos, en cambio, Dios depende de la humanidad y no de sí mismo. De su lado, el sabio Escoto Erígena planteaba que Dios es Todo y a la vez es Nada. Puede seguir esta lista. Yo pienso que aún podemos seguir repensando a Dios. Esta posibilidad nos une íntima y poderosamente a Él.
(*) MAG. En Filosofía en la UNMSM