Opinión

El progresismo, la burocracia y la informalidad

Por: Víctor Andrés Ponce (*)

Diversos estudios señalan que el Perú es una sociedad de ingreso medio; es decir, que dejó de ser una de ingreso pobre. Sin embargo, sus niveles de informalidad no corresponden a los de un país de estas características. El cerca del 60% de informalidad de la economía y la sociedad más bien corresponde al de una sociedad pobre. En regiones como Puno, Cajamarca, Huancavelica y Ayacucho, por ejemplo, la informalidad se sitúa entre el 80% y el 90% de la economía.

A nuestro entender, el nivel de informalidad está directamente relacionado con el nivel de burocratización del Estado peruano, uno de los más burocráticos de la región latinoamericana, no obstante los criterios desreguladores de la Constitución de 1993 y los 22 tratados de libre comercio del país.

¿Por qué el Estado se sobrerreguló y se burocratizó a tal extremo que ha llegado a convertirse en enemigo declarado de la sociedad, de los mercados y de la inversión privada? La respuesta parece estar en la contradicción que se levantó –durante más de dos décadas de democracia– entre el modelo económico y la cultura y los relatos dominantes en la política y el espacio público.

Durante las últimas tres décadas, el modelo económico cuadruplicó el PBI y redujo la pobreza del 60% de la población a 20% antes de la pandemia (luego del gobierno de Castillo se ubica en alrededor del 30%). Sin embargo, las corrientes neocomunistas y progresistas construyeron todos los relatos dominantes del espacio público: desde el informe de la Comisión de la Verdad, pasando por las fábulas de un medio ambiente enfrentado a la minería moderna, hasta los derechos sociales amenazados por el boom agroexportador del país.

El progresismo promovió derechos artificiales de aquí para allá, derechos que no podían existir como expresión natural de la sociedad y de los mercados, derechos que solo podían existir a través del Estado, a través de una regulación y del empoderamiento de los burócratas. La gran inversión minera se paralizó no obstante que el Perú podría producir 50% más de cobre para el mundo, el milagro agroexportador fue frenado en seco y los procedimientos ante el Estado, ya sea de una gran empresa minera, de una mediana en la agroexportación o de una micro y pequeña en los mercados populares, se convirtieron en verdaderos caminos al Gólgota.

Las grandes empresas paralizaron o cancelaron sus proyectos de inversión. Y quienes no podían pagar el costo de una legalidad asfixiante, enemiga de la iniciativa ciudadana, simplemente se pasaron a la informalidad.

A inicios del nuevo siglo diversos estudios señalaban que si el Perú seguía creciendo a tasas sobre el 6% en el bicentenario de la Independencia podría alcanzar un ingreso per cápita cercano a un país desarrollado. Desde el 2014 el nivel de sobrerregulación en el Estado redujo el crecimiento a menos de 3% en promedio anual, mientras se mantenía y aumentaba la informalidad de la economía.

El Estado era el gran adversario de los peruanos. Por ejemplo, Puno una sociedad regional en donde todo es mercado, transacción y libre comercio, suele votar por las izquierdas radicales porque es una manera directa de protestar en contra del Estado enemigo, que cobra impuestos y no ofrece ningún servicio. Algo parecido sucede en las regiones más pobres del país.

Las corrientes neocomunistas y progresistas, pues, explican en gran parte la conversión del Estado en uno de los más burocráticos de la región. Y, en este contexto, el Estado ha pasado a ser la principal fuente de pobreza e informalidad.

(*) Director de El Montonero (www.elmontonero.pe)