Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Hubo un tiempo en que el suicidio era condenado moralmente. En la Antigüedad griega, por ejemplo, Aristóteles lo reprobaba porque debilitaba (numéricamente) al Estado. El Estado mismo ordenaba que, si alguien se mataba, debía ser enterrado sin la mano con que osó quitarse la vida, a modo de pena póstuma. Los casos de Sócrates, de Séneca o de Cleómbroto, antiguos suicidas, fueron casos aislados y muy singulares.
Resulta significativo que fue más bien la modernidad la que impulsó el suicidio entre la gente. Mejor dicho, lo promovió conscientemente en los jóvenes y adultos. Sócrates en ningún momento dijo o habría dicho que suicidarse es un acto válido de por sí; al contrario, como sabemos, subyugó su suicidio a un acto ético final. En cambio, los modernos sí empezaron a creer que el suicidio es válido en cualquier circunstancia. Aunque suene paradójico, para el suicida Sócrates, la vida era lo más importante.
Los modernos somos nosotros. Decía que aprendimos a promover el suicidio a gran escala. Ciertamente, por varias razones. No me cabe la duda que el suicidio por amor ha sido una de ellas. También ha habido cuitas de amor en la Antigüedad, lo sé; pero creo firmemente que el amor exaltado, por ejemplo, por el movimiento romántico del siglo XVIII y XIX es algo muy distinto a cómo era concebido entre los griegos. Y precisamente fue el movimiento romántico europeo el que contagió eso de matarse por amor, y gracias, en parte, al gran Goethe y a su joven Werther. Para variar, a eso le llamaron, en alemán, “Freitod” (o muerte libre).
¿Muerte libre? Poco antes de Goethe, otro moderno, el filósofo inglés David Hume, preconizaba la libertad de matarse. Haciendo gala de su ironía inglesa, sugería que el universo no se inmutaría con un hombre menos en su seno. Sin embargo, Hume no aducía ninguna razón en especial para matarse; solo defendía la libertad del suicidio frente a una sociedad que la penalizaba. Entonces parecía tener buenas intenciones. Pero si hay que exigir a alguien a ser consecuente hasta el final es al filósofo. Hume tenía que prever que no dar un motivo para el suicidio, significaba también una vía libre para suicidarse por cualquier motivo.
En resumen, la modernidad parece haber distorsionado la idea del suicidio. En la Antigüedad, el suicidio era un acto sagrado, en tanto decidía una cuestión sustantiva de la vida y hasta la enriquecía; y, por ello, solo podía comprenderse como un acto aislado, excepcional, no imitable. En cambio, en la modernidad, el suicidio no ha hecho más que propalarse o masificarse sin parámetros, bajo la errónea idea de que es una repuesta válida a cualquier problema. El suicidio, en nuestros tiempos, se ha revestido de una libertad fútil.
Finalmente, si el suicidio es un mal, es uno que nos lo hemos inventado hace pocos siglos. Y lo que es peor, nos hemos convencido que la batalla final contra él tiene que ser a través de los medicamentos. Combatir el suicidio con pastillas es como tratar de que una planta crezca con tan solo soplarla. La característica de la modernidad no es, pues, sofisticarse; es complicarse. Los modernos –nosotros– buscamos ahogarnos en cualquier vaso con agua.
(*) Mag. En filosofía en UNMSM.