Editorial

Corrupción policial

Una ola que crece, pero que urge detener:

Esta clase de noticia ya no causa la menor sorpresa. Es noticia de todos los días y forma parte de una realidad cotidiana.  La Octava Fiscalía Especializada en Delitos de Corrupción de Funcionarios de Ancash que dirige el fiscal Robert Rojas Ascón, ha conseguido que se dicte medida de prisión preventiva por nueve meses contra dos efectivos policiales, a quienes se acusa de haber exigido el pago de una coima de 200 soles, vía yape, al conductor de un vehículo que fue intervenido en la ruta a Pomabamba. Si no pagaba la coima, no lo dejaban en libertad. Según el Código de Procedimientos Penales, este delito está considerado como cohecho pasivo propio en agravio del estado, en este caso en perjuicio de la Policía Nacional.

Por antonomasia, la noticia trajo a nuestra memoria otro hecho de similar trascendencia que tuvo lugar hace dos semanas, esta vez  en la urbanización Bellamar. Otro efectivo policial fue intervenido in fraganti en el  domicilio de su padre, en cuya cochera se halló un moderno vehículo particular que horas antes había  sido objeto de un espectacular robo a mano armada.

Ante la eventualidad que el agente habría caído literalmente con las manos en la masa, es posible que, en abierta complicidad con otros policías, alguien le haya sugerido montar un audaz y descarado recurso de defensa.  En la fotografía que la propia Policía Nacional está en la obligación  de difundir a través de su página oficial, como testimonio de sus intervenciones, el agente intervenido aparece con una barba burdamente pintada con plumón. El objetivo de esta  desvergonzada audacia no puede ser otro que crear confusión con aquello de que cualquier parecido es pura coincidencia. Punto a favor del acusado.

Si estos hechos tuvieran  lugar en forma aislada y de vez en cuando, tal vez podrían pasar por desapercibidos como ya es costumbre. Pero  la frecuencia con la que últimamente vienen  presentándose, es  cada día más intensa y extensiva y por consiguiente más preocupante. Lo que pone de manifiesto  la falta de una mano dura y decidida al interior de la institución para cortar por lo sano y evitar que el mal se propague.

Si los dos casos a los que nos hemos referido han logrado convertirse en denuncia formal, no es porque haya existido de por medio una acción policial. Es porque las víctimas han tenido el coraje de hacer la denuncia a pesar de las amenazas  o del intento de “arreglar” las cosas desde el otro lado de la ley. Perlas como éstas y peores aún, han desaparecido de los archivos policiales y han pasado a engrosar las páginas en blanco del anonimato.

No es extraño por eso que muchos de estos casos, con todos los agravantes propios de la delincuencia común, hayan  pasando definitivamente al olvido. Que sepamos, a lo mucho han terminado considerados como falta disciplinaria, siendo el mayor castigo el traslado del agente infractor de una a otra comisaría. Hoy por ti, mañana por mí.  De esa manera, la raíz del mal no se elimina, solo se expande de un lugar a otro; y esta expansión repercute  tanto a nivel vertical como horizontal.

Esto desde luego ocasiona un enorme daño, no solo a la estructura sino también a la imagen de la institución. Hay agentes que, así como son protagonistas de actos de corrupción y asaltos a mano armada, también aparecen comprometidos en violaciones, extorsiones y hasta en el tráfico de tierras. Por el bien de la sociedad y de la propia institución, urge detener con mano firme esta ola de autodestrucción antes que sea demasiado tarde.