Opinión

Una película para abogados

Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)

Quién podría imaginar que la mejor película para abogados nunca estuvo destinada para ellos. Se llama San Agustín y fue estrenada hace catorce años, pero con un fin religioso: buscó promocionar la hagiografía de ese santo católico. Y, por lo demás, se trata de una película patéticamente bella, ya que presenta a una madre infatigable, a un hijo descarriado y al triunfo del cristianismo frente a la desolación y la muerte.

Pero vayamos a lo nuestro. El protagonista, Agustín de Hipona, aparte de ser uno de los santos epónimos de la iglesia, resulta que fue abogado. Mejor dicho: el gran sueño de juventud de Agustín no fue el de ser un santo, sino el de ser un abogado exitoso. Por ello, la primera parte de la película nos muestra cómo Agustín se educó de la mano de su maestro, Macrobio, y cómo bregó duramente hasta alcanzar la fama de un reputado litigante.

Pero “reputado litigante” en el sentido de Macrobio. Este es el otro gran personaje aquí. Viene a ser el arquetipo de abogado sagaz. Cuando Agustín llega a su escuela, le enseña una cosa elemental: para ganar un caso, es necesario poner la verdad a un lado. Y agrega algo más atrevido: la diferencia entre un abogado mediocre y uno exitoso es que este último tiene el valor de vivir sin la verdad. Macrobio es, pues, el sempiterno fantasma de la ética abogadil. Según él, es imprescindible mentir para eludir la responsabilidad judicial. Y si hay que hacer una interpolación, sería esta: cuando nuestra presidenta de la República eligió dar una falsa (y risible) versión respecto a unos relojes lujosos fue, precisamente, por recomendación de su abogado. Ahora sabemos qué fantasma estuvo detrás.

Mas Agustín de Hipona se llegó a cansar de la ética del éxito de Macrobio. Decide encararlo. En una escena memorable, reprocha a su maestro que no es dable que sigan defendiendo a verdaderos delincuentes. Macrobio –hombre duro de roer– le responde que si alguien es delincuente o inocente solo se establece en un juicio y lo gana aquel que posea las mejores palabras. Que la responsabilidad de alguien esté determinada solo en un juicio, la llamamos hoy en día, con mucho orgullo, principio de presunción de inocencia. Macrobio, como dije, es duro de roer.

Sin embargo, Agustín está decidido a superar a su maestro. En esa misma escena, Agustín reflexiona un poco. Macrobio parece tener razón: hay abogados que (y a veces por necesidad) mienten para salvar a sus clientes. Asimismo, si estos son delincuentes o no, ello se establece recién en un juicio público. Pero hay algo que a Macrobio se le escapa. Toda verdad, responde sabiamente Agustín, citando a Cicerón, debe hacer feliz a los hombres. La mentira o el aprovechamiento de la presunción de inocencia pueden cumplir con los parámetros del éxito y la letra de la ley, pero no satisfacen la consciencia moral que se alegra solo con el cumplimiento del deber: del deber de decir la verdad. Macrobio es oportunista y astutamente legalista; Agustín, en cambio, apertura el derecho a la moralidad.

Ahí no acaba la película, por supuesto. Pero para nosotros es suficiente. El dilema de una de las mayores carreras profesionales del mundo está muy bien resumido en esos minutos de conversación entre Macrobio y Agustín. Ahora les toca a los jóvenes abogados decidir qué carta tomar.

(*) Mg. en Filosofía por la

UNMSM