Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Conocí a Mario Malpartida cuando tenía catorce o quince años. En ese tiempo, como cualquier chico, estaba obligado a ingresar a la universidad, y por eso, recibía, cada tarde, incontables clases de preparación. Uno de mis profesores era Mario.
Él llegaba y no hacía más que contar historias. No hay mejor definición de lo que es la literatura: contar historias. Entonces, no era la común clase donde hay que anotar hasta la última palabra; tan solo me repantigaba a mis anchas en la silla y observaba, a través de la imaginación, a los hombres y mujeres que surgían de la narración de Mario. Eran hombres y mujeres de tales novelas y de tales cuentos. Por días, por meses, disfruté de sus narraciones, y hasta hubiera preferido no ingresar y quedarme en esa etapa.
Un día, luego de una clase, me acerqué a él y le mostré un cuento mío. Y él me lo aprobó. Mejor dicho, me dijo las correcciones necesarias que había que hacer y que no dudara en continuar. Quizá desde esa vez no he vuelto a soltar la literatura en mi vida. Solo un maestro de verdad sabe que, dedicarle unos minutos a un indeciso adolescente, podría ayudarlo a forjar su propio destino.
Mario Malpartida es autor de muchas obras. En Huánuco, la ciudad donde reside, sus libros parecen tener pies, que llegan a cualquier rincón de la urbe, y ha hecho de él un autor de referencia. Además, él mismo se ha dado (y continua) el trabajo de promover intensamente la literatura de esa región y dar soporte a los autores jóvenes, ayudándoles en sus presentaciones o repartiendo consejos literarios a los que se lo pidieran. He aquí a un escritor sin secretarias.
La narrativa de Malpartida tiene su encanto por eternizar los instantes. Mario navega a través de las memorias de los hombres, para recordarles momentos que, por su sencillez o candor, son absolutamente valiosos. Si alguien se ha olvidado de una esquina donde departía feliz con sus amigos, ahítos de gaseosas y de bollos, Mario se lo trae de vuelta a la memoria. Si alguien de mozuelo, por algún desliz inocente, fue atraído por su maestra de escuela, Mario se lo recuerda vivamente. Mario es un memorialista de las emociones.
Uno de sus libros, Sombras de la guerra, es para mí una de las mejores ficciones que se ha escrito sobre la guerra interna en el Perú. Mario revela la terrible continuidad de esa guerra, pero ahora en otras fronteras, en las de las mentes de las personas. El lenguaje pulido y las técnicas oportunas de los cuentos que integran ese libro provocan un placer inusitado de lectura.
Pero, sobre todo, Mario es oral. La penúltima vez que lo vi, nos fuimos a un café. Maquiavélicamente, aproveché para que me contara las historias de los libros recientes que había leído. A mí me bastaba los vivaces resúmenes que hacía como para ya no leer esos libros: el estilo de sus síntesis es, pues, inigualable. Y además, para mayor felicidad, me transportó a aquellas primeras narraciones que escuchaba mientras me preparaba para la universidad. Él había conseguido devolverme, otra vez, al pasado. Mario, cartógrafo de las nostalgias.
(*) Mg. en Filosofía por la
UNMSM