Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Me gustan las comparaciones. Por ejemplo, es opinión común comparar (en este caso, equiparar) a Miguel de Cervantes Saavedra con William Shakespeare. La comparación tiene cierto sentido, porque ambos son los genios de la lengua española e inglesa, respectivamente. A su vez, se dice que ambos murieron en el mismo día y por ello celebramos el Día Internacional del Libro.
Pero, en verdad, una mejor comparación que esa es la de Miguel de Cervantes con otro inglés: sir Arthur Conan Doyle. William Shakespeare, mejor dicho, los gigantes personajes de William Shakespeare, son un universo aparte. En cambio, entre Cervantes y Conan Doyle hay un puente dorado que los une: el héroe ecuménico, el personaje universal, llamado el Quijote en uno y Sherlock Holmes en el otro.
El Quijote es la mejor creación que la imaginación humana haya podido formar. Si ponemos a su costado a tantos otros personajes literarios, estos solo son héroes menores. De esa manera, cuando digo que Sherlock Holmes está a la altura del Quijote, es el justo y merecido homenaje que le quiero dar. Hay muchas razones para afirmar eso. Me permito solo aducir una: ambos son mitos inagotables. Las aventuras del caballero español, como las del detective londinense, no culminan con la muerte de sus autores, sino que continúan con las generaciones posteriores: estas las reinventan, las rescriben, las renombran.
También puedo señalar en otros términos el mérito de la creación de Holmes. Quien inaugura el relato policial es, ciertamente, el norteamericano Edgar Allan Poe, mediante su detective Auguste Dupin. Desde ahí, muchos otros escritores siguieron su ejemplo, pero Conan Doyle le otorgó a su detective algo que puede sonar trillado, pero que es la mayor de las verdades: Conan Doyle le dio el soplo vital, le concedió un alma. De esa forma, siempre sentimos a Holmes como un ser de carne y hueso, instalado en su oficina de Baker Street 221B, junto a su fiel compañero, el doctor Watson, y presto para combatir a los criminales.
Desde la aparición de A Study in Scarlett, en 1887, hasta el día de hoy, el relato de detectives ha cambiado mucho y ha tenido innumerables bifurcaciones. Me causa gracia cuando los críticos tratan de ubicar a Sherlock Holmes necesariamente en un tiempo determinado, esto es, como parte del pasado, de un pasado idealizado. Olvidan que la figura de Holmes escapa a la historia de la literatura y ya es parte de la filosofía.
Y esa filosofía se caracteriza como la defensa de una sola gran verdad: la defensa del bien moral. Holmes puede ser excéntrico, puede confiar (ingenuamente) en el método deductivo, puede ser brillante en su modo de hablar, etcétera, pero tiene, sobre todo, un ideal: que el bien venza a sus enemigos; que, a pesar del asesinato inevitable, encontrar al responsable es un deber y que ello nos ha de redimir como personas civilizadas. Así, pues, Holmes lucha contra la barbarie como un pensador de la talla de Platón y Tomás de Aquino. En eso se basa su fama mundial.
Hoy leer las aventuras de Sherlock Holmes significa no caer en el escepticismo. Significa también en creer aún en los héroes. A la gente ya no le gusta los héroes ni los santos y, por eso, los terminan por convertir en pantomimas: en imágenes horribles o en héroes de Marvel. En un mundo asolado por la corrupción, la criminalidad y el abuso, la figura de Holmes es un faro real que brilla ardientemente en la noche. Vuelva usted, pues, la mirada hacia él.
En otras palabras: si usted quiere hacer la revolución, sumérjase en las inolvidables peripecias de este detective inglés.
(*)Mg. en Filosofía por la UNMSM