Opinión

¿Es usted escéptico?

Por:  Eiffel Ramírez Avilés(*)

Hoy puedo decir con toda confianza que el señor Marx se equivocó cuando, en el Manifiesto comunista, dijo lo siguiente: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”. Es que, en verdad, dicha sombra se hizo carne en el siglo XX y se desplomó en ese mismo siglo. Y afirmo que se equivocó porque erró en el tiro: el auténtico fantasma fue el escepticismo.

Además, Marx debió preverlo, debido a su peculiar talento para estudiar y exprimir a autores antiguos y modernos. En fin, se le pasó que hace veinticuatro siglos, exactamente en Grecia, el filósofo Pirrón había puesto la primera piedra de la escuela escéptica en Europa mediante la celebérrima doctrina del “nada es más”: es decir, una cosa (una opinión, una teoría, una verdad) no es más cierta que otra. No era posible, en suma, alcanzar ninguna verdad.

El escepticismo cundió rápidamente en el mundo antiguo. Tan sagaces se volvieron los escépticos que parecía que no hubiera una sola postura académica que se sostuviera coherentemente. A su vez, el más icónico escéptico de esta época (y, por supuesto, de todos los tiempos), Sexto Empírico, argüía que, ya que nada se podía defender con solvencia, debíamos vivir sencillamente con reglas comunes o tradiciones simples. Era un adiós, pues, a elucubrar sobre el universo. Un adiós al pensamiento.

La Edad Media olvidó a los escépticos, pero si hay que hablar luego del Renacimiento, tenemos que llamarlo con todas sus letras: el Renacimiento del pirronismo. Pirrón había vuelto a la vida hacia el siglo XVI. Y los escépticos crecieron de nuevo en Europa como la mala hierba y esta vez fue el pensador francés Michel de Montaigne quien proclamó, en cambio del “nada es más”, el “que sais-je?”: es decir, ¿qué puedo saber? o ¿hay algo que, realmente, puedo saber? El fantasma estaba de vuelta.

En verdad, estuvo siempre a la vuelta de la esquina. Nuestro mundo actual no difiere en esencia del antiguo. También nosotros hemos acogido con brazos abiertos al escepticismo. La lección de las dos guerras mundiales fue el aborrecimiento de las grandes ideologías, pero, de paso, comenzamos a detestar cualquier metafísica, incluida la de la moral y la de la religión. Es como si, al insípido menú de los viejos valores, le hubieran agregado el anhelado postre de la incredulidad. Por fin, había llegado la hora de la libertad total.

¿Que usted no es escéptico? Cuando señala que no es posible saber quién tiene la razón (si un vegetariano o un carnívoro), usted lo es. Cuando cree que la corrida de toros es una tradición de muchas personas y por ende debe respetarse, usted lo es. Cuando piensa que las mujeres en Afganistán deben someterse al esposo, porque así lo manda la cultura local, usted lo es. Es que el escepticismo tiene un gemelo: el relativismo. Y hoy casi todos aceptamos que la verdad es relativa a la sensibilidad de cada quien.

Y los efectos del escepticismo son catastróficos. Cuando a cualquier hombre promedio se le pregunta qué hacer, no tiene mejor respuesta que la siguiente: eludir la respuesta. Por ejemplo: que el aborto está bien o está mal, dice este hombre, no le concierne a él; en todo caso, añade, depende de la mujer que se encuentra en esa situación o de los médicos que la evaluarán o de la ley. Así las cosas, el hombre promedio (nosotros), en el llamado para discutir sobre los asuntos serios, no se encuentra en la mesa. Ha fugado.

Entonces, ¿es usted escéptico? Si es así, significa también una cosa (y muy peligrosa): le encanta la tiranía. Porque el programa del escepticismo significa que la única regla válida es que no haya reglas. Y, aunque suene paradójico, no existe nada más autoritario que cuando se impone la libertad absoluta a rajatabla. Sin embargo, he ahí, finalmente, la más valiosa enseñanza: la libertad sin límites es siempre un agujero negro en el que todos declinan y colapsan, incluido el escéptico.

(*) Mg. en Filosofía por la UNMSM