Por: Fernando Zambrano Ortiz
Analista Político
En el Perú profundo, donde el Estado brilla por su ausencia, la violencia ha vuelto a escribir su nombre con sangre. En Pataz, una zona dominada por la minería ilegal y convertida en tierra de nadie, han sido hallados los cuerpos de los 13 mineros secuestrados días atrás. Todos ellos fueron asesinados a sangre fría con armas de fuego. Como si no bastara la atrocidad del crimen, los asesinos difundieron en redes sociales los videos de las ejecuciones, en un acto de barbarie que busca sembrar terror y dejar claro quién manda en esos territorios: no es el Estado, es el crimen organizado.
Esta masacre no es un hecho aislado ni un fenómeno nuevo. Es la consecuencia directa de decisiones políticas nefastas, como la que tomó el expresidente Pedro Castillo, quien, a través de su entonces ministro de Defensa, José Luis Gavidia, ordenó el cierre de 40 bases contrasubversivas en distintas regiones del país. Esa medida, disfrazada de “reestructuración”, fue en realidad una rendición ante las mafias – o quizás complicidad – que operan en las zonas más vulnerables. Al eliminar estas bases, se desmanteló la presencia militar en puntos estratégicos y se dejó el camino libre para que el terrorismo, el narcotráfico y la minería ilegal avancen sin oposición.
Hoy vemos las consecuencias: regiones enteras tomadas por organizaciones criminales, poblaciones atemorizadas, economía ilegal floreciendo y un Estado que, cuando no es cómplice por omisión, es simplemente inexistente. Pataz es solo un reflejo de lo que ocurre en varias partes del país donde el monopolio de la fuerza lo han asumido las mafias armadas.
La minería ilegal en Perú ha alcanzado dimensiones alarmantes. Se estima que esta actividad genera pérdidas económicas superiores a 22,700 millones de soles anuales, equivalentes al 2.5% del Producto Bruto Interno (PBI) del país. Además, se calcula que al cierre de 2023 se exportaron 80 toneladas de oro ilegal, con un valor aproximado de 4,833 millones de dólares. Estas cifras reflejan no solo el impacto económico, sino también el poder y la influencia que han adquirido las redes criminales vinculadas a la minería ilegal.
¡Ya basta de abandono! No podemos seguir tolerando que se entreguen territorios enteros a la ley del más fuerte. Es urgente y vital reactivar con firmeza las bases militares desactivadas, empezando por el corredor minero de Pataz, que se ha convertido en epicentro de violencia y criminalidad. Recuperar el control del territorio no es solo una cuestión de seguridad, es una obligación moral del Estado con sus ciudadanos.
Desde ya, el Congreso de la República ha comenzado a activar mecanismos de control político que podrían desembocar en una crisis de gabinete. El escenario más crítico para el Ejecutivo sería la censura del presidente del Consejo de ministros, Gustavo Adrianzén; aunque, en una salida menos grave para el Gobierno, las censuras podrían limitarse a los ministros del Interior y de Defensa.
El Perú necesita autoridad, presencia real en todo su territorio y decisiones valientes que enfrenten el crimen con la fuerza de la ley. No hacerlo es seguir cavando la fosa de nuestra propia soberanía.