Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
El profeta va subiendo la montaña, a paso rápido, con el atuendo jaloneado por los vientos y las sandalias casi indistinguibles ya de la tierra. Hacia arriba va, hacia un risco que corta el cielo y que, de perfil, parece el rostro de un ser antiguo. O quizá sea la imagen de un dios. Quizás un dios olvidado. Y el profeta se pregunta por qué los hombres de antes habrían erigido un dios en la cúspide de una montaña solitaria y escarpada, con una mirada tan esquiva, tan perdida en el horizonte.
El profeta aviva más el paso. Quiere llegar lo más pronto posible y descubrir el misterio de los ojos de aquel rostro, pues, desde el ángulo donde se encuentra ahora, ellos parecen tan severos. Acaso debe tratarse de algún espejismo establecido por los últimos arreboles incendiarios del atardecer, porque el profeta recuerda que, desde abajo, desde la llanura, había supuesto que esa faz no era adusta. Era más bien la de un ser enternecido. Probablemente la cara de un infante.
“Un semblante que cambia mientras ascendemos”, se dijo para sí el profeta, dirigiendo una vez más la mirada hacia la altura. “Quiero ver ese rostro, oh Dios, porque en tu seno está y merezco verlo”, agregó el hombre de fe, quien lo había soportado todo en esta vida, desde los látigos de los egipcios, el desprecio de las prostitutas y hasta las intrigas de la corte de Jerusalén. Dios seguramente había reservado su rostro (el de Él) para otro profeta, pero este rostro, el de la montaña, parecía destinado a él, solo para él.
La imagen en la cima, a pesar de la desviación de su mirada, parecía convocar a las gentes. Pero estas ya no querían seguir contemplándola, porque temían la impiedad, temían la traición de ver y adorar a algo fuera de la Ley. Y solo el profeta, a quien casi sacaron a empellones de su tienda y lo empujaron y arrimaron hasta la base de la montaña, debía acercarse a aquel enigma y preguntar por su ser. “Ve, Judas –le espetaron la gente del llano–, y dinos qué es”.
Y cuando el profeta estuvo cerca de la imagen, al borde de una pendiente, se detuvo. Un salto más y lograría colocarse en una posición ideal desde donde la contemplaría en su totalidad. Pero se detuvo. Como avisado, recostó toda la espalda sobre la ladera y respiró profundamente. Una sandalia suya había caído al abismo. Sus manos rojizas se habían clavado aún más en la pendiente. Una pequeña cueva, oscurísima, se presentaba a su derecha. Inimaginable a estas alturas, pero ahí había una cueva, que lo tentaba. “¡Ya sé que quieres tentarme”, gritó el profeta con valentía, “quieres que desista, que me calme y que baje!”. La cueva estaba intensamente callada; el profeta sabía que debía dar el último brinco.
Y el profeta saltó sobre el abismo, con la fe en la garganta, alcanzando un soporte. Y vio, al fin, aquella faz en la montaña, de aspecto terrible y fiero: ese rostro le miraba fijamente ahora, sin ningún gesto acogedor. “Tú no eres Dios –bramó Judas–, porque Él solo se mostró a Moisés a través de la zarza y ya no puede mostrarse a nadie más, sin embargo, he sentido que debía venir”.
“Y tú no eres ningún salvador –respondió el otro, quizá el temible rostro, quizá la opaca cueva, quizá el corazón mismo del hombre”.
“¿Quién soy yo? –dijo Judas–, dímelo tú, que no eres Dios”.
“¡Tú eres Israel, tú eres Israel, un guerrero!”, dijo, finalmente, quizá el insondable rostro, quizá la pequeña cueva, quizá el propio corazón del hombre.
(*) Mg. en Filosofía por la UNMSM