Opinión

León XIV: El Papa peruano que mira a los ojos

Por: Fernando Zambrano Ortiz.

Analista político

Cuando Robert Francis Prevost fue anunciado como el nuevo Papa León XIV, muchos en el mundo católico contuvieron el aliento. No era una elección evidente. Nacido en Estados Unidos, pero nacionalizado peruano y con el corazón profundamente marcado por el Perú, donde vivió más de 40 años, Prevost no encajaba fácilmente en las etiquetas con las que hoy se mide el liderazgo religioso. No es progresista militante, ni conservador recalcitrante. Es algo mucho más valioso en estos tiempos: un pastor que ha aprendido a mirar a los ojos. Y eso es lo que la Iglesia necesitaba.

León XIV llega al papado con una historia tejida entre dos continentes, entre la formalidad de Roma y el polvo de las aldeas del norte peruano. Su vida no transcurrió entre salones dorados, sino entre comunidades que luchaban por sobrevivir. Ahí, en lugares donde el Estado y muchas veces también la Iglesia brillaban por su ausencia, Prevost aprendió que la fe no es teoría: es presencia, consuelo, cercanía.

Su elección no solo marca un cambio de rumbo dentro del Vaticano. También lanza un mensaje claro al mundo: la Iglesia no está dispuesta a seguir el vaivén de las modas ideológicas que, en nombre del progreso, han debilitado sus cimientos. En una Europa cada vez más indiferente y en una América Latina confundida por discursos que mezclan espiritualidad con militancia política, León XIV encarna una tercera vía: firmeza doctrinal sin dureza de corazón.

A diferencia del Papa Francisco —cercano, pero también polarizante—, León XIV prefiere el paso corto y constante. No busca titulares ni rupturas. Su liderazgo no se expresa en frases provocadoras, sino en gestos silenciosos, como los que cultivó en los barrios pobres de Chiclayo, donde caminaba sin escoltas y comía con los obreros. Es un hombre que predica más con el ejemplo que con la voz.

Además de pastor, es un pensador. Formado en matemáticas y teología, con una trayectoria como prior general de los agustinos y luego como prefecto del Dicasterio para los Obispos, ha aprendido a moverse entre los laberintos de la diplomacia vaticana sin perder la brújula espiritual. Sabe que hoy más que nunca la Iglesia necesita unidad, pero no una que se logra con silencios incómodos, sino con convicciones claras y espíritu abierto.

El gran desafío de su pontificado será justamente ese: sanar las heridas internas de la Iglesia, recuperar la claridad doctrinal sin cerrar puertas, abrazar al mundo sin diluir el Evangelio. No será tarea fácil. Pero si alguien entiende la dificultad de construir puentes, es alguien que ha vivido entre culturas, entre realidades dispares.

La elección de León XIV también habla de geopolítica eclesial. En tiempos en que América Latina se aleja del progresismo europeo y pide líderes con los pies en la tierra, el perfil de Prevost resulta elocuente. No es un outsider, pero tampoco parte del establishment. No representa a una corriente, sino a una experiencia: la de quien ha caminado junto al pueblo, sin perder la visión universal.

León XIV no quiere cambiar la esencia de la Iglesia, quiere devolverle el alma. No busca aplausos, sino coherencia. No viene a dictar consignas, sino a escuchar con verdad. En un mundo cansado de extremos, su figura ofrece un horizonte sereno: una Iglesia que no grita, pero tampoco calla; que no impone, pero no cede; que no huye del presente, pero nunca olvida sus raíces.

Hoy más que nunca, la Iglesia necesita un pastor que sepa mirar con compasión y hablar con claridad. Y eso es, precisamente, lo que León XIV representa.