Opinión

La vida de Hitler

Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)

Escuché una vez a un historiador decir que la biografía de Adolf Hitler es la más leída en el mundo. Y aunque quizá estadísticamente no sea tan cierto, sí es verdad que la figura del dictador nazi despierta mucho interés en cualquier público. ¿Por qué?

Pues por una razón sencilla y a la vez intrigante: es la historia de un donnadie que se convirtió en canciller de uno de los países más poderosos del mundo. Los ingleses, especialmente, discuten la trayectoria de Hitler. Ian Kershaw, por ejemplo, el biógrafo británico más autorizado en Hitler, en su monumental obra sobre este se pregunta cómo lo habría logrado. Y apela a un término discutible: el azar. Hitler, nos dice finalmente Kershaw, habría tenido mucha suerte en su ascenso social de vagabundo pintor a famoso orador y líder.

Efectivamente, el azar tuvo mucho que ver en la vida de Hitler, como cuando la bomba que debía matarlo en 1939, explotó tan solo minutos después de que se había ido del lugar donde fue colocada. Y hace muy bien Kershaw en valerse del azar por otro motivo: combatir a los apólogos de Hitler, quienes tratan de considerarlo aún como una figura modélica, como si todo lo hubiera conseguido a punta de voluntad y talento.

Sin embargo, solo el azar no puede explicar el recorrido de Hitler. ¿Su vida tuvo también virtudes y méritos verdaderamente apreciables? John Keegan, otro académico británico eminente, en su libro La máscara del mando, acepta no solo el liderazgo político y militar de Hitler, sino también admite que como cabo fue un valeroso (al ser un mensajero se atrevía a cruzar la zona de fuego para cumplir con el deber). Y para cuando llegó el año 1939, Hitler habría tenido mejor visión que los generalotes de la época.

No solo Keegan ha sorprendido por esas líneas, sino también otro afamado historiador inglés, como sir Basil Liddell Hart, quien, en su celebérrimo libro, Estrategia, ha visto en Hitler a un auténtico estratega e innovador, al superar a los doctrinarios militares de la guerra de 1914 y, sobre todo, por contradecir (con éxito) al propio Carl von Clausewitz, el maestro moderno en el arte de la guerra. Y los resultados habrían sido evidentes: Alemania conquistó más territorios que la mismísima Francia de Napoleón.

Por supuesto, ninguno de estos historiadores ha buscado realzar la figura del dictador. Ian Kershaw critica, y con solvencia, el llamado heroísmo negativo: la posibilidad de ver cualidades heroicas en un personaje tan nefasto. John Keegan opina de manera concluyente: lo de Hitler fue un falso heroísmo. Y Liddell Hart busca ser neutral: el éxito militar de alguien no significa que posea cualidades morales.

Recuerdo que, hace años, una corte inglesa sancionó al escritor David Irving por enfocar positivamente a Adolf en un libro. Lo de Irving fue un negacionismo abierto. Y esto nos permite ahora hacer un balance de la vida del dictador. Podemos ser objetivos hasta cierto punto: así, objetivamente (y eso es lo que han hecho los tres primeros historiadores), Hitler fue un soldado valiente, un orador brillante y un estratega exitoso. Pero no nos podemos quedar solo con eso; hay que leer la vida completa, y eso significa que, al final, encontramos a un genocida. Hay que juzgar a las personas por sus objetivos ulteriores.

Por ahí alguien dijo, aunque sea de broma, “Hitler no murió en 1945”. Fue una gran verdad. Hoy hablamos del neofascismo, del genocidio, de las guerras, todos estos tan presentes en nuestro mundo contemporáneo. ¿Por qué leemos entonces con sumo interés sobre Hitler? Porque el abismo de la humanidad puede presentarse a la vuelta de la esquina.

(*)Mg. en Filosofía por la UNMSM