Por: Fernando Zambrano Ortiz
Analista Político
Hay pueblos que no hacen ruido, pero guardan verdades profundas. Pueblos que han visto pasar los siglos mientras labran la tierra, cosechan el sol y conservan su historia como quien cuida una semilla. Así es Moro, en el cálido valle de Nepeña, en Áncash. Un lugar que parece pequeño, pero que guarda el gran secreto del pisco peruano: aquí nació, en silencio, la primera tradición pisquera del país.
Mucho antes de que el pisco se volviera bandera, y mucho antes incluso de que existiera el puerto de Pisco, en Moro ya se destilaban uvas con arte y precisión. Y no fue casualidad. Los españoles llegaron al Perú por el norte, y recorrieron el litoral hasta llegar a Santa y Nepeña, y desde allí se internaron en los valles fértiles de Áncash. Aquí fundaron las primeras haciendas, sembraron viñas, y levantaron las primeras destilerías coloniales del Perú, en Santa y en Moro.
La historia tiene un epicentro: Motocachí, un caserío de Moro que fue una importante hacienda vitivinícola desde el siglo XVI. Aún hoy se conservan allí una enorme prensa colonial de madera, tinajas subterráneas, alambiques y canales de piedra que formaban parte del proceso de producción. Pero también permanece una parte dura de nuestra historia: los corrales donde vivían los esclavos negros, quienes se encargaban de prensar la uva, cargar las botijas y mantener en marcha esta industria que florecía bajo el sol norteño.
En Motocachí no solo se hacía vino, sino que se perfeccionó el arte del destilado. El aguardiente de uva que salía de aquí era de tal calidad que, como lo cuenta Ricardo Palma en sus Tradiciones Peruanas, se servía en los palacios virreinales de Lima y se enviaba como obsequio al Rey de España. Fue este aguardiente, elaborado antes de que el pueblo de Pisco siquiera figurara en los registros oficiales, el que dio origen a lo que hoy conocemos como pisco.
Esa tradición nunca se perdió. Aunque con el tiempo otras regiones se apropiaron del nombre y la fama, Moro siguió destilando con humildad y pasión. Hoy, más de 15 pequeños productores artesanales elaboran pisco puro, con uvas tradicionales como la quebranta y la negra criolla. Lo hacen sin recursos, sin marketing, y muchas veces sin el respaldo legal que merecen.
Porque sí, aunque parezca increíble, al pisco de Moro se le niega la denominación de origen, por una norma que limita ese privilegio a regiones del sur. Pero la historia es terca, y los hechos hablan por sí solos: el pisco de Moro ha ganado concursos nacionales, incluso en la propia localidad de Pisco. Y lo ha hecho sin trampas ni adornos, solo con el sabor de la historia bien hecha.
Visitar Moro es mucho más que hacer turismo. Es reencontrarse con el origen. Aquí no solo se puede degustar un pisco auténtico, artesanal y con alma. También se puede conocer la antigua destilería, recorrer la prensa colonial que utilizaban los esclavos afrodescendientes, y entrar a la vieja bodega donde se almacenaba y vendía el elixir que más tarde conquistaría al mundo bajo el nombre de pisco. Cada rincón de Motocachí cuenta una parte de esa historia: la del trabajo, la resistencia y la dignidad de un pueblo que convirtió la uva en símbolo.
Así que la próxima vez que brindes con pisco, recuerda este nombre: Moro. Y si puedes, ve a Motocachí. Allí, entre cerros cálidos, prensas de madera y relatos de familia, vas a entender que el alma del Perú no solo se cuenta: también se bebe.