Opinión

Cleopatra

Por:  Eiffel Ramírez Avilés (*)

¿Qué hacen antañonas amas de casa los domingos? Pues ven telenovelas. Qué hacen los intelectuales para distraerse de los libros de filosofía: hablan de Cleopatra. El Medio Oriente no es solo una historia de guerras, sino de curiosidades: curiosidades amatorias, o mejor, de amores sin mordazas, sin frenos.

La historia de la reina egipcia Cleopatra no pudo haber comenzado en ninguna otra región del mundo. Tenía que haber visto la luz en el mundo más polémico: es decir, Oriente Próximo, una tierra disputada por paganos, judíos, árabes y cristianos. Tierra de climas extremos y de beldades sin comparación. El universo entero se detuvo para que se pujase a Cleopatra solo en Egipto.

Los espíritus de los faraones también hicieron lo suyo y vieron en ella la última esperanza para que Egipto floreciera como antes. Alejandro Magno se les había ido perdido en Babilonia, dejándoles como consuelo una famosa ciudad en el Delta. Pero ahora se presentaba ella con sus dones: precoz, atractiva, políglota, inteligente, certera. Era la mejor opción para que el mundo antiguo virase de Occidente a Oriente, para que la historia que les contaran a las niñas en los siglos venideros sea de emoción y de valía. Pero Cleopatra tuvo un inmenso reto por delante: Roma.

Roma tenía sus propios colosos. De un lado estaba Cicerón, el más grande abogado de la Antigüedad, el defensor de la República y el frenético odiador de Cleopatra. Pero de otro se encontraba Julio César, que ya había cruzado el Rubicón, vencido a Pompeyo y se había instalado en Egipto, para decidir su suerte. Mejor dicho: para decidir la suerte de Cleopatra, porque esta, en su lucha por el trono egipcio, se presentó ante él (mediante una pirueta amatoria típica de un donjuán) y le pidió su apoyo. Aquel solo la tomó entre sus brazos. Julio César estaba ya enamorado de la joven reina.

Veni, vidi, vici, mortuus sum. Este es el resumen de la vida de Julio César. Asesinado por su querido Bruto, dejó en el desamparo a Cleopatra, quien se había mudado a Roma y con quien tuvo un hijo. Debía huir; volver a Egipto; repensar su posición. Si el país del Nilo quería ser grande de vuelta, con ella a la cabeza, debía enfrentarse sin cuartel a Roma. Y talento no le faltaba. Emil Ludwig dice: «Tan valiente como ingeniosa, audaz y astuta a la vez, tenía tres planes de repuesto para cuando le fracasaba algún proyecto; fría en el combate, positiva en el peligro, y, por lo tanto, del día a la noche se metamorfoseaba por completo. Se diría que al ponerse su casco cambiaba de sexo y de alma».

Por eso, Cleopatra caza ahora a Marco Antonio, el romano más fuerte después de César. Lo encandila, lo hace suyo, lo dirige. Tienen hijos. Pero Roma no desea regalarle ningún resquicio de éxito. Los romanos despotrican: la llaman mentirosa, ambiciosa, hechicera. Dan un ultimátum a Marco Antonio para que la deje y vuelva con los romanos de pura cepa. Pero, como dijo un historiador antiguo, aquel tenía el alma de amante. Se dejó consumir por ella; perdió la batalla de Accio por ella; se atravesó la espada por ella.

Y Roma puede perder un hijo, pero no su imperio. Octavio, el vencedor romano, entra en Egipto y pide la rendición incondicional de la reina. Esta intenta seducirlo, pero Octavio, más que la lujuria, tiene la codicia en los ojos: la somete y piensa llevarla a Roma para que marche como esclava. Pero Cleopatra VII, encarnación de Isis, no está para esas humillaciones. Se mata y su muerte fue como un último escupitajo a los romanos.

El estudioso francés Joël Schmidt culmina su biografía sugiriendo «une réhabilitation de Cléopâtre». La reina sigue siendo una causa abierta; necesita otros defensores; requiere el ángulo de los no romanos. No para que la limpien de sus crímenes y sus pasiones (eso sería actuar como enflautadores hipócritas), sino para que la coloquen bajo una luz más adecuada: para que vean que fue una mujer en todo su esplendor.

(*) Mg. en Filosofía por la UNMSM