La criminalización del abogado Defensor
Por: Fernando Zambrano Ortiz.
Analista Político
En un país donde el discurso oficial habla de democracia, derechos humanos y garantías, se ha ido instalando silenciosamente una práctica institucional tan grave como perversa: la criminalización del abogado defensor por parte del propio Ministerio Público.
Lo que alguna vez fue una excepción puntual se ha convertido en tendencia: fiscales que, sin pruebas objetivas y muchas veces sin siquiera justificación formal, incorporan a los abogados defensores como investigados en el mismo proceso en que ejercen su labor profesional. Lo hacen sin control judicial, sin prueba previa, y lo más grave con una lógica represiva que desnaturaliza por completo la función de defensa técnica en el proceso penal.
El mensaje es tan claro como peligroso: si defiendes a quien nosotros perseguimos, corres el riesgo de convertirte también en perseguido. Es la Fiscalía actuando como juez, parte y ejecutor de una cultura de castigo contra el ejercicio del derecho de defensa.
Esta práctica no solo pone en jaque a los abogados. Es una violación directa del derecho del procesado a contar con defensa libre, técnica y autónoma. Se anula la confianza, se impone el miedo, y se sustituye el debate jurídico por la amenaza institucional.
La defensa, en un proceso penal, no es un accesorio. Es un contrapeso legítimo, un derecho humano fundamental. Pero en el Perú de hoy, la Fiscalía ha confundido su rol: de ser garante de la legalidad, ha pasado a ser obstáculo de la defensa. En nombre de una mal entendida lucha contra la impunidad, está dispuesta a vulnerar el núcleo del debido proceso.
Y lo peor es que lo hace sin consecuencias. Ninguna norma sanciona estas prácticas con firmeza. Ningún órgano de control detiene el impulso persecutorio. Ningún juzgado se atreve a frenar el abuso por temor a la exposición mediática. Así, poco a poco, el proceso penal se convierte en un acto de poder y no en un acto de justicia. Se convierte en una inquisición, mas que un proceso penal justo.
¿Quién se atreverá a defender en estas condiciones? ¿Qué abogado no pensará dos veces antes de asumir una causa sensible? ¿Qué imputado podrá decir que tuvo una defensa real y no simbólica?
La defensa es un derecho del ciudadano, no un favor del Estado. Y cuando el Estado a través de su aparato fiscalpersigue sistemáticamente al defensor, ya no estamos ante un error. Estamos ante un sistema que ha empezado a degradarse desde su centro más sensible: la justicia misma.
Por eso, el Congreso de la República no puede seguir en silencio. Tiene la obligación moral y constitucional de detener esta degradación. Debe legislar con urgencia, con claridad y sin cálculos, para garantizar que ningún abogado sea perseguido por ejercer su función.
El Tribunal Constitucional debe dejar de pronunciarse a media voz. Le corresponde afirmar con firmeza que el derecho de defensa es inviolable y que ningún poder del Estado puede socavarlo sin destruir la legitimidad del sistema entero.
Y la Junta Nacional de Justicia debe asumir el rol que le otorga la Constitución: investigar, sancionar y separar a los fiscales que convierten el proceso penal en un instrumento de intimidación profesional.
Proteger al abogado defensor no es proteger a la impunidad. Es proteger el derecho de todos a un juicio justo. Si no se actúa hoy, mañana será tarde.
Y cuando la defensa desaparezca, también desaparecerá la justicia que fingimos defender.