HOMILÍAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica de San Pedro
Domingo 29 de junio de 2008
Desde los tiempos más antiguos, la Iglesia de Roma celebra la solemnidad de los grandes apóstoles san Pedro y san Pablo como una única fiesta en el mismo día, el 29 de junio. Con su martirio se convirtieron en hermanos; juntos son los fundadores de la nueva Roma cristiana. Como tales los celebra el himno de las segundas Vísperas, que se remonta a san Paulino de Aquileya (+806): “O Roma felix. Dichosa tú, Roma, purpurada por la sangre preciosa de tan grandes Apóstoles, que aventajas a cuánto hay de bello en el mundo, no tanto por tu fama, cuanto por los méritos de los santos, que martirizaste con espada sanguinaria”.
La sangre de los mártires no clama venganza, sino que reconcilia. No se presenta como acusación, sino como “luz áurea”, según las palabras del himno de las primeras Vísperas: se presenta como fuerza del amor que supera el odio y la violencia, fundando así una nueva ciudad, una nueva comunidad. Por su martirio, San Pedro y San Pablo ahora forman parte de Roma: en virtud de su martirio también san Pedro se convirtió para siempre en ciudadano romano. Mediante el martirio, mediante su fe y su amor, los dos Apóstoles indican dónde está la verdadera esperanza, y son fundadores de un nuevo tipo de ciudad, que debe formarse continuamente en medio de la antigua ciudad humana, que sigue amenazada por las fuerzas contrarias del pecado y del egoísmo de los hombres.
En virtud de su martirio, San Pedro y San Pablo están unidos para siempre con una relación recíproca. Una imagen preferida de la iconografía cristiana es el abrazo de los dos Apóstoles en camino hacia el martirio. Podemos decir que su mismo martirio, en lo más profundo, es la realización de un abrazo fraterno. Mueren por el único Cristo y, en el testimonio por el que dan la vida, son uno.
En los escritos del Nuevo Testamento podemos seguir, por decirlo así, el desarrollo de su abrazo, de este formar unidad en el testimonio y en la misión. Todo comienza cuando san Pablo, tres años después de su conversión, va a Jerusalén “para conocer a Cefas” (Ga 1, 18). Catorce años después, sube de nuevo a Jerusalén para exponer “a las personas más notables” el Evangelio que proclama, para saber “si corría o había corrido en vano” (Ga 2, 2). Al final de este encuentro, Santiago, Cefas y Juan le tienden la mano, confirmando así la comunión que los une en el único Evangelio de Jesucristo (cf. Ga 2, 9). Un hermoso signo de este abrazo interior que se profundiza, que se desarrolla a pesar de la diferencia de temperamentos y tareas, es el hecho de que los colaboradores mencionados al final de la primera carta de san Pedro -Silvano y Marcos-, también son íntimos colaboradores de san Pablo. Al tener los mismos colaboradores, se manifiesta de modo muy concreto la comunión de la única Iglesia, el abrazo de los grandes Apóstoles.
San Pedro y San Pablo se encontraron al menos dos veces en Jerusalén; al final, el camino de ambos desembocó en Roma. ¿Por qué? ¿Sucedió sólo por casualidad? ¿Ese hecho contiene un mensaje duradero? San Pablo llegó a Roma como prisionero, pero, al mismo tiempo, como ciudadano romano que, tras su detención en Jerusalén, precisamente en cuanto tal había recurrido al emperador, a cuyo tribunal fue llevado. Pero en un sentido aún más profundo, san Pablo vino voluntariamente a Roma.
Pero, ¿por qué vino a Roma San Pedro? Sobre esto el Nuevo Testamento no dice nada de modo directo. Sin embargo, nos da alguna pista. El Evangelio según San Marcos, que podemos considerar como un reflejo de la predicación de san Pedro, está íntimamente orientado al momento en el que el centurión romano, ante la muerte de Jesucristo en la cruz, dice: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15, 39). Junto a la cruz se revela el misterio de Jesucristo. Bajo la cruz nace la Iglesia de los gentiles: el centurión del pelotón romano de ejecución reconoce en Cristo al Hijo de Dios.
Los Hechos de los Apóstoles describen como etapa decisiva para el ingreso del Evangelio en el mundo de los paganos el episodio de Cornelio, el centurión de la cohorte Itálica. Por orden de Dios, manda a alguien a llamar a San Pedro, y este, también siguiendo una orden divina, va a la casa del centurión y predica. Mientras está hablando, el Espíritu Santo desciende sobre la comunidad doméstica reunida, y San Pedro dice: “¿Acaso puede alguien negar el agua del bautismo a estos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?” (Hch 10, 47).
Así, en el concilio de los Apóstoles, San Pedro intercede por la Iglesia de los paganos, que no necesitan la Ley, porque Dios “purificó sus corazones con la fe” (Hch 15, 9). Ciertamente, en la carta a los Gálatas san Pablo dice que Dios dio a Pedro la fuerza para el ministerio apostólico entre los circuncisos, mientras que a él, Pablo, para el ministerio entre los paganos (cf. Ga 2, 8). Pero esta asignación sólo podía estar en vigor mientras Pedro permanecía con los Doce en Jerusalén, con la esperanza de que todo Israel se adhiriera a Cristo. Ante un desarrollo ulterior, los Doce reconocieron la hora en la que también ellos debían dirigirse al mundo entero, para anunciarle el Evangelio.
San Pedro, que según la orden de Dios había sido el primero en abrir la puerta a los paganos, deja ahora la presidencia de la Iglesia cristiano-judía a Santiago el Menor, para dedicarse a su verdadera misión: el ministerio para la unidad de la única Iglesia de Dios formada por judíos y paganos. Como hemos visto, entre las características de la Iglesia, el deseo de san Pablo de venir a Roma subraya sobre todo la palabra catholica. El camino de San Pedro hacia Roma, como representante de los pueblos del mundo, se rige sobre todo por la palabra una: su tarea consiste en crear la unidad de la catholica, de la Iglesia formada por judíos y paganos, de la Iglesia de todos los pueblos.
Esta es la misión permanente de San Pedro: hacer que la Iglesia no se identifique jamás con una sola nación, con una sola cultura o con un solo Estado. Que sea siempre la Iglesia de todos. Que reúna a la humanidad por encima de todas las fronteras y, en medio de las divisiones de este mundo, haga presente la paz de Dios, la fuerza reconciliadora de su amor. Esta es la misión permanente de San Pedro y también la tarea particular encomendada a la Iglesia de Roma.