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MOTOCACHÍ: Donde el pisco guarda su verdad

Por: Fernando Zambrano Ortiz

Analista Político

Ante el notable interés suscitado por mi artículo “Moro: donde el pisco nació en silencio” y la gran cantidad de comentarios y consultas recibidas, considero oportuno publicar este nuevo trabajo sobre el tema. En esta ocasión, el artículo aborda también el origen de la denominación “pisco” para el aguardiente elaborado en Motocachí.

Hay historias que han vivido siglos bajo el polvo del olvido, esperando que alguien les devuelva la voz. Y hay lugares donde la identidad de un país no solo se recuerda, se fermenta, se destila, se bebe. Uno de esos lugares es Motocachí, una antigua hacienda en el valle de Nepeña, en Áncash, que guarda con humildad una de las verdades más profundas del Perú: el pisco nació aquí, en el norte, mucho antes de que se hablara de denominaciones de origen o disputas comerciales.

El pisco, ese destilado noble que hoy el Perú ofrece al mundo con orgullo, recibió su reconocimiento legal como denominación de origen recién en 1990. Pero la bebida, su sabor, su técnica, su historia existen desde hace siglos. En Motocachí, ya en el siglo XVI, se destilaban uvas con métodos artesanales, en prensas de madera, alambiques rudimentarios y enormes botijas de barro. No era un experimento: era una industria sólida, con manos negras esclavizadas que prensaban la uva, botijas selladas con el escudo real, y un licor que llegaba hasta Lima y cruzaba el mar.

A esa bebida, mucho antes de que se hablara del “pisco” como lugar, ya se le conocía como pisco. ¿Por qué? Porque el aguardiente se almacenaba y transportaba en botijas llamadas “piscui” o “pisquillos”, de barro cocido, cuello angosto y cuerpo alargado. El nombre no venía del puerto, sino del recipiente. Y desde allí, el nombre se quedó con la bebida.

Crónicas antiguas, como las de Santo Toribio de Mogrovejo en 1595, ya mencionan la producción de aguardiente en Moro y Motocachí. En 1772, un informe colonial detalla cómo en la hacienda de Santa Gertrudis de Motocachí se había reducido el número de pisquillos usados para almacenar aguardiente, de más de ochocientos a poco más de cien. Esos documentos no solo registran números: atestiguan una tradición viva, una economía basada en el destilado de uva que no necesitaba etiquetas para existir.

Y, sin embargo, la historia oficial del pisco parece olvidar estas tierras. Se nos dice que el pisco es del sur, que el nombre viene del puerto. Pero basta con caminar por Motocachí, ver las prensas coloniales, tocar las botijas marcadas con los sellos reales, hablar con los descendientes de quienes mantuvieron viva la tradición, para entender que el pisco nació aquí, en estas tierras cálidas donde la vid echó raíces y el aguardiente encontró su forma.

Claro que hay que distinguir: una cosa es la denominación de origen, legal, reciente, reconocida en papeles. Otra cosa muy distinta es el origen cultural e histórico del pisco. Y en ese terreno, Chile no tiene nada que reclamar con legitimidad. La historia, los documentos, los restos arqueológicos y el relato oral le pertenecen al Perú.

Pero también hay una batalla que debemos librar dentro del país. No basta con tener la razón si no la contamos. No basta con tener la historia si no la protegemos. Motocachí no puede seguir siendo un secreto susurrado entre expertos. Es hora de que esta hacienda y su legado pisquero sean reconocidos, difundidos y celebrados.

Porque cuando levantamos una copa de pisco, brindamos por algo más que una bebida. Brindamos por nuestra identidad. Por nuestros orígenes. Y ese origen no está solo en Ica o Moquegua. Está también aquí, en Moro y Motocachí, donde el pisco no se inventó: se vivió.