Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Existe una fábula famosa de Jean de La Fontaine y que es la maldición de la humanidad. En esa historia, un ave es herida mortalmente por una flecha emplumada lanzada por el hombre; mientras cae moribunda, el ave le grita a su cazador que, algún día, los hombres habrán de matarse con armas que ellos mismos se proveerán unos a otros.
Ese parece ser nuestro destino negro. Los hombres israelíes se prestan armas de los hombres estadounidenses para matar a otros hombres gazatíes. Los hombres yihadistas reciben armas de los hombres iraníes para eliminar a los hombres judíos. Los hombres rusos reciben ayuda de los hombres norcoreanos para acabar con los hombres ucranianos. Y la lista puede seguir, si decidimos mirar el pasado.
Pero quien más cumple hoy con un destino fatal es Rusia. El presidente Putin (ya antes lo he llamado tirano, y no me retracto), hace poco, en plena conferencia, ha confesado lo siguiente: «Donde quiera que ponga el pie un soldado ruso, eso es nuestro». El señor Putin es, pues, como un buen ruso, un fatalista hasta el tuétano. Quiere morir en su ley, mejor dicho, quiere morir en la ley de Tolstói, el escritor que ha escrito el cuento más fatalista de todas las ambiciones humanas: “¿Cuánta tierra necesita un hombre?”.
Sabemos el final de “¿Cuánta tierra necesita un hombre?” y quede ello para las duermevelas de Putin. Veamos más bien el proceso. Y el proceso es atroz, desalmado. Significa enviar al frente a más humanos para que luchen, casi sin aliento, por centímetros de polvo y eriaza… Perdón, ya no estamos en la Primera ni en la Segunda Guerra Mundial: ahora se envían drones. Y a eso también me refiero con un proceso atroz. En la Primera Guerra Mundial los enemigos siquiera compartían o descansaban en Navidad. Hoy la máquina no entiende de esas cosas. Hoy un misil no tiene ningún sentimiento.
Decir, además, que cada bota de un soldado ruso es como una bandera de Rusia implica algo más: hacer de Rusia otra Esparta. Putin no ve la guerra como una amarga necesidad, como un elemento auxiliar, como una ultima ratio; la ve como esencial del pueblo ruso. Cree él haberse convertido en una madre espartana, por lo que sus hijos ahora deben volver con los escudos en alto o echados sobre estos. La muerte, en efecto, sería un destino glorioso y así arengaba Stalin a sus tropas: para resistir sin cuartel y para avanzar sin piedad.
Otro tirano guerrerista, como el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, promueve también ese estilo de vida: un país armado hasta los dientes; presto a buscar excusas y dar el zarpazo anexionista; y burlador de todas las convenciones civilizadas. Estamos, luego, bajo la razón de las botas: donde piso (léase también, donde orino), esa es mi propiedad. Y, así, aplica la expresión que nuestro Ciro Alegría inmortalizó una vez: si busca tierras, váyase a otra parte, que el mundo es ancho. Pero adonde vamos, señor, ahora hay muros o hay rusos.
La guerra a la rusa es la guerra sin sentido. Ninguna excusa le ha funcionado a Putin, porque decir, por ejemplo, que aquella zona que viene invadiendo fue, originariamente, de los rusos, es como tratar de buscar un título de propiedad en la biblia. La guerra, su guerra, ahora lo sabemos, es mero expansionismo, lo que es lo mismo: mero irracionalismo. Y una guerra sin razón no es más que simple destrucción. O, como lo vaticinó el ave moribunda de La Fontaine: autodestrucción.
(*) Mg. en Filosofía por la UNMSM