Por: Walter Miguel Quito Revello
Entre semana, en una conversación sin mayores pretensiones con mi peluquero ese oráculo popular más lúcido que muchas encuestas escuché una frase que todavía retumba en mi cabeza: “Yo votaría por César Álvarez, al menos él hacia obras y mandaba a los jueces y fiscales de pasantía al extranjero”. No lo dijo con ironía. Lo decía convencido. Como quien elige entre dos males y escoge el que por lo menos daba algo. Y ahí está el problema.
Estamos tan mal, tan sumidos en el cinismo y la desmemoria, que un condenado por homicidio, lavado de activos, colusión y organización criminal puede volver a sonar como “la mejor opción”. Porque, claro, “robaba, pero hacía obras”. Porque hay quienes extrañan al capo regional más que a un gobernante decente. ¿Y quién puede culparlos, si lo que vino después fue igual o peor?
César Álvarez, el mismo que convirtió el Gobierno Regional de Áncash en un feudo, cumplirá más de 75 años acumulados en condenas. Desde la Centralita hasta el asesinato del consejero Nolasco, su prontuario es digno de serie criminal, no de boletín electoral. Sin embargo, su nombre resuena en calles, mercados, reuniones y hasta cabellos recién cortados. ¿Cómo puede un preso tener más credibilidad que un gobernador en funciones?
La respuesta es simple: porque el actual gobierno regional de Koki Noriega ha sido un desastre sin atenuantes. Prometió desarrollo y modernidad, pero no ha terminado ni un solo proyecto emblemático. Chinecas sigue igual: un cadáver técnico usado para campañas. El puerto de Chimbote está abandonado mientras otros terminales del país avanzan. Y la región entera sigue dependiendo de limosnas, sin una sola propuesta estratégica de desarrollo ni para el agro, ni para la industria, ni para el turismo.
A eso hay que sumarle el triste papel de nuestros congresistas por Áncash, que no gestionan, no legislan y apenas aparecen para tomarse fotos en celebraciones locales. Ninguno ha logrado una ley o una partida presupuestal significativa para la región. Ninguno ha defendido el avance de Chinecas o el “Puerto de Chimbote” . Parecen más preocupados en no molestar a nadie que en representar al pueblo que los eligió.
En este contexto de inoperancia general, la justicia ancashina se acomoda como siempre: silenciosa, funcional, pasiva. Algunos casos se archivan como por arte de magia, otros se reabren como mecanismo de presión política. Los jueces y fiscales que hoy deberían actuar con firmeza, fueron ayer formateados por la red de Álvarez, con viajes, favores o miedo.
El legado del “gobernador todopoderoso” no fue solo obras sobrevaloradas, sino una cultura institucional de sumisión, chantaje y cálculo. Eso no se cambia con elecciones. Eso exige una depuración que nunca se hizo.
Que la gente hoy quiera volver a votar por él o por alguien que lo represente no es solo ignorancia. Es también un síntoma del abandono. El pueblo ve que los actuales gobernantes no hacen nada y entonces recuerdan al que, al menos, hacía algo, aunque ese “algo” viniera manchado de sangre y corrupción.
Estamos presos del “síndrome del verdugo con obras”: preferimos al tirano con concreto que al inepto con discurso. Nos da igual si mata o roba, siempre que inaugure.
Ese pueblo golpeado, empobrecido y olvidado que ve en Álvarez a un “mal necesario” también es víctima. De la desinformación, del olvido del Estado, y de un sistema que no ofrece opciones reales. Pero también es cómplice, cuando se niega a recordar, se niega a indignarse y se resigna a volver a lo mismo.
Si César Álvarez condenado, preso, pero aún influyente vuelve al poder, no será un milagro político. Será una tragedia anunciada.
Porque su regreso será posible gracias a un gobernador mediocre, congresistas decorativos y una justicia complaciente. Y, sobre todo, porque los ciudadanos hemos renunciado a exigir más, a recordar más y a creer que merecemos algo mejor. Así estamos. Tan mal, que el futuro parece un retorno al pasado. Y no al pasado glorioso, sino al más infame. ¿Tan bajo hemos caído?