Por: Fernando Zambrano Ortiz.
Analista Político
¿Recuerdas la última vez que un gobierno pareció dudar antes de actuar? Esa inseguridad, más que un arrebato de prudencia, ha sido la pieza clave del caos que vivimos. Durante años, nuestros dirigentes han renunciado a ejercer con convicción esa fuerza que el pueblo les otorgó con su voto. Y no lo han hecho por caridad, ni por generosidad, sino por el miedo a las críticas de un pequeño grupo de ONGs que lucran con la cooperación internacional y opinólogos el famoso “sector caviar” que, día tras día, alerta con vehemencia ante cualquier atisbo de firmeza.
Desde siempre, el verdadero poder político no se mide en tanques ni en balas, sino en la capacidad de inspirar y ordenar. No basta con prometer seguridad; hace falta conectar con la gente, ganarse su confianza, explicarles el porqué de cada decisión. Pero cuando el presidente o sus ministros prefieren escuchar más a las columnas de opinión de izquierda progresista que al pulso de la calle, el Estado deja de ser un guía y se convierte en un espectador helado.
Y entonces, ante la duda, optan por “delegar” el problema: «Que los policías y los militares se encarguen», parecen decir. Lo que no comprenden es que así abandonan su misión principal: diseñar estrategias, coordinar, dotar de recursos a la prevención. En su lugar, la incertidumbre crece: operativos mediáticos que duran un día, promesas de mayor seguridad que nunca llegan, anuncios televisados sin respaldo en el terreno.
Pero si esta renuncia ya era grave, la podredumbre llega cuando sumamos la corrupción y la politización de la justicia. Nuestra Fiscalía, en vez de ser un árbitro imparcial, ha devenido en un instrumento de persecución política. Más de una vez hemos visto cómo investiga y acusa con criterios que parecen dictados por agendas políticas ajenas al interés común, desafiando incluso al Congreso y a la Junta Nacional de Justicia. ¿El resultado? Un Estado de derecho a medias, donde la ley es letra muerta para quienes tienen poder o influencia.
Piénsalo: ¿de qué sirve levantar comisarías si al primer soplo mediático se revoca una orden de prisión preventiva? ¿De qué vale llenar expedientes si luego el fiscal de turno deja libres a los responsables por tecnicismos, corrupción o favores políticos? Cuando la justicia se ve secuestrada por intereses políticos o corrupción, la impunidad se convierte en moneda corriente y la violencia encuentra nuevos espacios para florecer.
Entonces, ¿cómo salimos de este laberinto? La respuesta no es más represión, sino más política con mayúsculas. Necesitamos gobernantes dispuestos a tomar decisiones impopulares pero necesarias y a explicarlas sin ocultismos. Que sepan que exigir resultados no es cercenar libertades, sino honrar la confianza de quienes los eligieron. Que escuchen a la ciudadanía: sus miedos, sus propuestas, sus críticas… pero sin desinflarse ante la primera tormenta mediática.
Y, claro, una reforma integral de la justicia. No es un lujo: es una urgencia. Una Fiscalía independiente de verdad, jueces blindados frente a presiones y una Junta Nacional de Justicia con dientes para sancionar a quien traicione su función. Solo así recuperaremos la certeza de que, si alguien rompe la ley, enfrentará consecuencias sin importar su grado de influencia o su apellido.
La democracia no se construye con gritos ni con balaceras; se edifica con diálogo, con instituciones fuertes y con líderes que no teman al precio que implica defender el orden. Si seguimos abdicando de nuestra responsabilidad estatal, la inseguridad será la regla y el toque de queda, nuestro diario vivir.
Está en nuestras manos en la de todos, gobernantes y ciudadanos retomar el mando: o abrimos el paso a la violencia, o recuperamos el poder legítimo para gobernar con justicia, coherencia y valentía. Solo así volveremos a sentirnos seguros, orgullosos de vivir en un país donde las leyes se respeten y donde el poder no se abdique, sino que se ejerza con responsabilidad.