Opinión

Dina Boluarte: la presidenta de los muertos

Por:  Walter Miguel Quito Revello

Dina Boluarte pasará a la historia, sí. Pero no como la primera mujer presidenta del Perú, sino como la jefa de un gobierno con las manos manchadas de sangre, el rostro imperturbable de una república que responde a la protesta social con balas, tanquetas y gases lacrimógenos. Una presidenta que prefiere asesinar antes que escuchar.

Durante su gobierno, entre diciembre de 2022 y marzo de 2023, al menos 49 civiles fueron asesinados por las fuerzas del orden en protestas sociales, según la Defensoría del Pueblo. La mayoría eran campesinos, jóvenes quechuahablantes y aimaras, excluidos por Lima, invisibilizados por los medios del poder. Sumando muertes colaterales y de agentes del orden, la cifra se eleva a más de 70 peruanos muertos.

La CIDH en su informe de mayo de 2023 calificó varias de estas muertes como “ejecuciones extrajudiciales”. En Ayacucho y Juliaca, la represión alcanzó niveles de masacre. Amnistía Internacional fue más lejos: denunció un “racismo letal” ejercido por el Estado contra pueblos indígenas, con un uso desproporcionado de la fuerza y discriminación estructural.

Nada cambió. Dos años después, la historia se repite. En julio de 2025, el gobierno de Boluarte volvió a matar. Esta vez en Chala, Arequipa, donde mineros artesanales y trabajadores informales bloqueaban la carretera Panamericana Sur en protesta contra el cierre arbitrario del Reinfo y el proyecto de Ley MAPE. ¿La respuesta del Estado? Policías armados, represión brutal, bombas lacrimógenas y muerte.

El 11 de julio de 2025, durante un operativo de “desbloqueo”, fue asesinado Alex Checca Montalvo, un taxista que pasaba por la zona. Recibió un impacto en la cabeza y falleció horas después. Se reportaron 2 muertos más, 14 heridos (6 policías y 8 civiles), entre ellos 3 niños afectados por los gases, y varios detenidos. Según testigos y defensores de derechos humanos, la intervención policial fue desproporcionada e indiscriminada.

El patrón se repite: criminalización de la protesta, brutalidad policial, muertos, heridos y un gobierno que se lava las manos como en Ayacucho, como en Juliaca, como en Andahuaylas, como en Chala. ¿Cuántos muertos más necesita Dina Boluarte para dejar de llamarse democrática?

El Ministerio Público, otra vez, se muestra tímido, lento, cómplice. ¿Dónde están las acusaciones? ¿Dónde están las sanciones? ¿Dónde están las garantías de no repetición?

Y lo más indignante es que esta vez, la represión del gobierno no solo arremete contra manifestantes, sino contra una forma de vida ancestral: la minería artesanal y tradicional, practicada desde hace siglos en regiones como Chala, Caravelí, Pataz o Suyo. No estamos hablando de grandes mafias, ni depredadores del ambiente, sino de miles de peruanos que han heredado de sus abuelos el arte de sacar oro con pico, batea y sudor, en los cerros y quebradas del sur.

Estos mineros no son delincuentes: son parte de la historia económica del país. Antes de la SUNAT, ya había vetas. Antes de las empresas extranjeras, ya había mineros. Hoy, sin embargo, el Estado con el pretexto del “orden legal” quiere barrer con ellos como si fueran plaga.

El cierre del Registro Integral de Formalización Minera (Reinfo) y la imposición de la Ley MAPE, redactada sin consulta y con un sesgo técnico brutal, busca terminar con la pequeña minería, esa que no tiene lobby, ni abogados de estudio, ni congresistas rentados. Lo que no pudieron las concesionarias ni los decretos supremos, ahora lo hace la Policía Nacional a punta de balas y detenciones arbitrarias.

Este no es un simple conflicto minero. Es una guerra de clases y de memorias. Es el intento final del Estado por aniquilar una economía originaria para entregar el subsuelo a las grandes transnacionales, mientras persigue con fusiles a quienes extraen oro con sus manos.

El Perú no necesita una presidenta de papel que gobierna con las botas ajenas. Necesita justicia, memoria, decencia. Y sobre todo, una ruptura total con la impunidad que ha marcado la historia reciente. Porque el Estado no puede seguir asesinando con uniforme. Porque cuando el gobierno mata y nadie responde, lo que se impone no es el orden, sino el terror de Estado. Hoy, la sangre derramada en Ayacucho, Juliaca y Chala clama justicia. Y no hay blindaje congresal que pueda acallar el grito de las tumbas.