Opinión

Cuando la constitución habla, callar no es opción

Por: Fernando Zambrano O.

Analista Político

La democracia no es un armazón de papel que podemos doblar al antojo de quien ostenta el poder; es un pacto vivo que late en cada voz ciudadana y en cada palabra de nuestros representantes. Por ello, resulta difícil asimilar que la Fiscalía de la Nación, encargada de velar por la legalidad y la justicia, recurra a una carta notarial para solicitar la “rectificación” de una opinión emitida por un congresista. ¿Desde cuándo la crítica, el cuestionamiento y la discrepancia se convierten en faltas sancionables?

El artículo 93 de nuestra Constitución es tan claro como contundente: “Los congresistas no pueden ser procesados ni juzgados por las opiniones que emiten en el ejercicio de sus funciones”. Esta norma, lejos de ser un privilegio, es un blindaje que garantiza que el Congreso de la República pueda cumplir su rol de fiscalización y debate sin la sombra del temor judicial. Cuando una institución, como la Fiscalía de la Nación, intenta acallar esas voces, dinamita el equilibrio de poderes y erosiona la esencia misma de la representación política.

Pero, ¿qué nos dice esto como sociedad? Que, si hoy se persigue a un parlamentario por sus afirmaciones, mañana podríamos ser cualquiera de nosotros los que vivamos aterrados antes de alzar la voz. El artículo 2, inciso 4 de la Constitución, reafirma que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, opinión y expresión”. No importa si hablamos desde un estrado oficial, desde un micrófono en una plaza pública o en la más íntima tertulia de café: la libertad de expresar lo que pensamos no es un lujo, es una conquista histórica por la que hemos luchado generaciones.

Imaginemos por un instante que la Fiscalía decidiera enviar cartas notariales a todos los ciudadanos que comparten una opinión similar a la del congresista Fernando Rospigliosi. Hablamos de más del 90 % de peruanos que, en distintos espacios, hemos expresado esa misma percepción. ¿Acaso se pisotearía la productividad de la institución? Sin duda. ¿Acaso se abriría una brecha insalvable entre el Estado y el pueblo? Sin duda también.

Quizá uno de los episodios más sombríos de la historia moderna que ilustra lo que sucede cuando se amordaza al Congreso y, con él, al pueblo ocurrió en la noche del incendio del Reichstag, en febrero de 1933. Aquel devastador atentado contra el Parlamento alemán fue la coartada perfecta para que el gobierno de Adolf Hitler decretara la supresión de libertades básicas bajo el eufemismo de “proteger al Estado”.

En cuestión de horas, el “Decreto para la Protección del Pueblo y del Estado” ordenó la suspensión de derechos tan esenciales como la libertad de opinión y de expresión, dejando a la ciudadanía y a sus representantes sin defensa legal. Y no pasó mucho tiempo antes de que, con la aprobación de la Ley Habilitante, el Parlamento quedara vacío de contenido: Hitler asumió facultades legislativas extraordinarias y transformó la democracia en una dictadura.

Lo más trágico de este antecedente es descubrir cómo una medida dictada “en nombre de la seguridad” puede convertirse en el martillo que aplasta el pluralismo y el debate político. Es un recordatorio inequívoco de lo que ocurre cuando se silencia a los representantes elegidos bajo el pretexto de corregir “opiniones inconvenientes”

En última instancia, defender la libertad de expresión parlamentaria es defendernos a todos. Cuando apoyamos a Fernando Rospigliosi, no respaldamos silencios complacientes ni gestos cómplices; reafirmamos nuestro compromiso con una República donde el disenso se reciba con argumentos, y no con intimaciones. Porque, en democracia, las ideas se combaten con ideas, no con cartas notariales.