Opinión

Conversando con un persa

Por:  Eiffel Ramírez Avilés (*)

Hace siete meses había iniciado mi trámite de visa para los Estados Unidos. Tengo en mente en conocer ese gran país de mis escritores favoritos: Emerson, Capote, Faulkner. Y daría cualquier cosa por estar un día en la Biblioteca Pública de Nueva York o por conocer la Estatua de la Libertad, que, como ya lo sé desde mucho antes, la diseñó internamente el ingeniero Eiffel.

Un día antes de mi entrevista en la embajada, conocí a un persa.

La verdadera casualidad nos juntó. Iba yo a una librería a fotocopiar el par de documentos que llevaría para mi cita, cuando el que me atendió fue un hombre algo entrado en años, de poco cabello blanco y de color del desierto: ligeramente moreno. Al principio, su buen español podía hacerlo confundir como un vecino más, pero de a pocos se iba revelando el dejo de alguien que más bien había adoptado nuestra lengua.

Al ver mis documentos, y como cualquier inmigrante acostumbrado a estos, supo reconocer al primer vistazo que estaba preparándome para una visa. “Usted se va para Estados Unidos”, me dijo amablemente. “No”, le sonreí, “aún tengo que pasar la entrevista”. Y a continuación me hizo la siguiente pregunta no sin un toque de ironía: “¿Y por qué quiere irse a otro país?”. Claramente, no esperó mi respuesta y comenzó a referirme que, si quería ver modernidad, debería irme hacia otro lado, a China, por ejemplo. Y me habló de las virtudes de esta otra gran nación.

No parecía cualquier interlocutor. Estaba muy informado. Le pregunté cuál era su nombre y me dijo que se llamaba Mishell (no puedo señalar exactamente cómo se escribe) y era persa. “¡Iraní!”, señalé, como hablando en el vacío. “No, persa”, reafirmó él, “porque eso de iraníes nos lo dicen recientemente, no hace más de treinta años”. Y agregó, otra vez corrigiéndome: “Hablamos farsi, no árabe, aunque nuestra religión es islámica. Sin embargo, yo no la practico…”. Era un hombre evidentemente laico.

Conversamos entonces de la guerra de los doce días, en la que su país, Irán, había estado hace poco enfrentado bélicamente a Israel. Él lamentaba ese hecho, pero en ningún momento deslizó algún reproche contra los israelíes: culpaba sobre todo al gobierno de Jamenei y a sus jerarcas, quienes vienen dominando al pueblo iraní como unos dictadores. Conferenció, además, de Jomeini, el líder de la revolución islámica en Irán y que derrocó al sah en los años ochenta, y de cómo hay que agradecérselo en este caso –otra vez la ironía en juego– al servicio secreto francés.

“Usted entonces es de San Marcos”, subrayó, cuando le comenté sobre mi formación. “¿Qué piensa –dijo en seguida con su tono oriental– de Aníbal Torres? ¿No cree que es un traidor, porque terminó de perder a su propio asesorado y amigo, Pedro Castillo, cuando este dio el famoso mensaje a la nación?”. Su opinión, y luego su fundamento, tenía lógica. Como sanmarquinos, nos sentimos decepcionados por el desempeño del doctor Aníbal Torres en la política, pero el persa parecía expresar una mayor verdad que hasta ahora solo la teníamos en nuestras gargantas.

Había mucha perspicacia en Mishell. Se podía hablar tanto de asuntos internacionales como nacionales. Es un inmigrante sabio anclado en Lima, específicamente, en una librería de útiles de escritorio y al lado de una máquina fotocopiadora. No puedo decir más de él, excepto esto último y que es característico de muchos inmigrantes: su mirada franca y verbo sencillo hace que lo figuremos como una de esas primeras palomas que descubren tierra nueva y regresan al barco para anunciarlo.

Al día siguiente, me concedieron la visa para Estados Unidos.

(*) Mg. en Filosofía por la UNMSM