Opinión

Los de cincuenta y más: héroes sin capa pero con historias

Por: Fernando Zambrano Ortiz.

Analista Político

No son abuelos. No son viejos. No son esa generación que “ya no entiende”. Son los que saben vivir sin instrucciones, los que arreglan la vida con lo que tienen a mano, los que llevan en la mirada todas las batallas que ganaron sin ayuda de Google.

A los cinco años ya sabían cuándo su madre estaba de mal humor solo por cómo movía las ollas. A los siete, tenían su propio llavero y las llaves de la casa colgando del cuello. A los diez, eran expertos en esquivar al perro del vecino, en cerrar el grifo que goteaba y en volver a casa cuando las farolas se encendían. Jugaban en la calle sin supervisión, sin móvil, sin miedo exagerado. Si se caían, se levantaban. Si sangraban, se limpiaban con lo primero que encontraban. Y seguían jugando.

Bebían agua directamente de la manguera, comían pan con azúcar como si fuera un manjar y, si algo les sentaba mal, no había drama: un té de manzanilla y a seguir. No existían las alergias alimentarias o, si existían, nadie les hacía mucho caso. Sus heridas se curaban con saliva, un poco de yodo que escocía como el demonio y, en casos extremos, una hoja de llantén machacada. Sobrevivieron. Y lo hicieron sin histerias, sin sobreprotección, sin que el mundo les debiera nada.

Fueron los últimos en crecer sin internet, los últimos en saber lo que era esperar, los últimos en entender que no todo tiene que ser inmediato. Aprendieron a rebobinar un cassette con un lápiz, a marcar números de teléfono girando un disco, a navegar por carretera con un mapa de papel doblado mil veces. Llegaban a donde tenían que llegar sin GPS, sin aplicaciones, sin que nadie les rastreara el móvil. Si se perdían, preguntaban. Si no había respuesta, seguían caminando hasta encontrarla.

No necesitaban tutoriales para arreglar las cosas. Un clip, un trozo de cinta aislante y un par de alicates eran suficientes para resolver casi cualquier emergencia doméstica. No tenían mil canales de televisión, pero tampoco se aburrían. No tenían redes sociales, pero sabían cómo eran sus amigos de verdad, no sus seguidores. No tenían Spotify, pero conocían cada canción de su cassette favorito, incluso las que se habían borrado un poco por el uso.

Hoy, en un mundo de baterías que se agotan y wifi que falla, ellos siguen ahí, firmes. No necesitan que les expliquen cómo funciona la vida, porque ya la vivieron cuando era más difícil. Llevan en el bolsillo un caramelo de menta que tiene más años que tu teléfono, y en la memoria todas las veces que se rieron, lloraron y siguieron adelante sin contarlo en internet.

Así que sí, mejor no subestimar a los de cincuenta y más. Porque detrás de sus canas y sus bromas de “antes todo era mejor”, hay una generación que sabe lo que es vivir sin red de seguridad. Y eso, hoy, es casi un superpoder.