Los recientes informes emitidos por la Contraloría General de la República vuelven a poner en evidencia una realidad lamentable: la inversión pública, en muchos gobiernos locales, se sigue gestionando con absoluta irresponsabilidad y desidia. No importa cuántas veces se repita el discurso de la eficiencia, la transparencia o la buena gestión; en la práctica, las municipalidades siguen tratando los recursos públicos como si fueran propios, sin planificación, sin criterio técnico y, peor aún, sin temor a las consecuencias.
El caso de la Municipalidad Provincial de Casma es solo un ejemplo más, pero refleja un patrón que se repite a lo largo y ancho del país. Obras públicas que empiezan mal desde el papel mismo, expedientes técnicos que se reformulan una y otra vez, pagos injustificados por trabajos mal hechos, funcionarios que firman conformidades sin la debida verificación y proyectos que terminan costando el doble o el triple de lo que originalmente se presupuestó, sin que se garantice siquiera su ejecución correcta.
¿Cómo se puede explicar que se aprueben expedientes con serias observaciones técnicas? ¿Cómo se puede aceptar que los mismos errores se repitan tras sucesivas reformulaciones? ¿Cómo se justifica que se pague por un trabajo incompleto o deficiente, y luego se vuelva a pagar por corregirlo? Es evidente que aquí no estamos ante simples errores administrativos, sino frente a un mecanismo perverso que convierte la inversión pública en un negocio sin control ni responsabilidad.
La inversión pública no puede seguir siendo tratada como si fuese un botín fácil de manipular, ni puede quedar sujeta a la mediocridad de funcionarios que carecen de capacidad técnica o, peor aún, de principios éticos. Las obras públicas no solo mueven dinero: representan desarrollo, representan calidad de vida para los ciudadanos. Cuando se gestiona mal un proyecto, cuando se pierde tiempo y recursos en trámites innecesarios o fraudulentos, no solo se está cometiendo una falta administrativa, se está atentando contra la esperanza de las personas que esperan mejoras concretas en sus barrios, en sus calles, en su calidad de vida.
El mensaje es claro. Mientras no existan sanciones ejemplares, mientras la Contraloría siga emitiendo informes que terminan archivados y mientras la justicia no actúe con la severidad que amerita este tipo de negligencias, la irresponsabilidad seguirá imperando en la gestión pública local. El costo de esa irresponsabilidad no lo pagan los funcionarios de turno; lo pagan los ciudadanos que ven cómo su dinero se esfuma entre papeles, observaciones, reformulaciones y promesas incumplidas.
La inversión pública debe volver a ser sinónimo de progreso, no de improvisación. Y para lograrlo, es urgente que quienes gobiernan asuman su rol con seriedad, profesionalismo y un mínimo de respeto por la función pública que les ha sido confiada.