Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Harold Bloom, el gran crítico estadounidense, se preguntó una vez: “¿Por qué Shakespeare?” Y se autorespondió: “Pues quién más hay”. En esa respuesta había una clave interesante: los poetas, los poetas canónicos, podían estar por encima de narradores, oradores y filósofos. Shakespeare está por encima de Nietzsche. En ello hay mucha razón: porque, en un dicho conocido, los poetas son los verdaderos legisladores de la humanidad.
Sin embargo, sorprendentemente, Bloom no incorporó a un poeta en su icónico libro El canon occidental. Merecido lugar tuvo Cervantes; muy merecido puesto tuvo Borges. Pero ahora digámoslo en letras desnudas: en lengua española, cuál es el puesto de César Vallejo. No es tiempo de ser objetivos: la objetividad siempre cae en un vacío y no termina por decir nada. Es tiempo de ser ardientemente subjetivos. La defensa de Vallejo, como veremos, es la defensa misma del orbe humano.
Primero: piénsese, con sinceridad, en Góngora. Recuérdese muy bien los poemas de Quevedo. Revívase, con alegría, los versos de Darío. Cántese, junto con Neruda, sus estrofas. Y luego cójase una página de Vallejo. ¿Quién nos hace temblar? Lo que en Darío es un canto a la esperanza, en Vallejo esa esperanza, aunque invencible, está agujereada por el dolor. Lo que en Eguren es belleza definida, en el vate de Santiago de Chuco la belleza grita un no sé qué.
Ahora, pueden llamarme disparatero, pero también diré lo siguiente: el Quijote necesitaba una contraprueba, y esta se la dio los versos vallejianos. El Quijote de Cervantes es el campeón del optimismo, la lucha por lo sublime y la victoria del bien. Pero la verdad estaba incompleta y, con ello, la lengua también. Se necesitaba a un Vallejo cantor del pesimismo, pero del pesimismo sagrado, como correctamente lo entendió Mariátegui hace un siglo. Ese pesimismo da cuenta del insondable dolor que está enraizado en lo más profundo del alma humana y frente al cual hasta el mismo Dios se conmociona.
Y se nos puede acusar, además, de partidismo, al preponderar a un solo poeta latinoamericano. Pero este poeta es lo más cercano que tenemos. Ha nacido en un pueblito casi desconocido de la sierra. Ha migrado por aventura y por necesidad. Ha leído libros traducidos. Ha tenido amoríos, sencillos y complicados. Ha llegado a una capital y se ha desengañado. Ha visto París y, en una carta célebre, le dijo a su hermano: “tan humildes hemos sido, tan pobres!”. ¿Fue solo a Vallejo lo que le sucedió todo esto? No. A todos les ha sucedido cualquiera de esas historias. Si pensamos en Vallejo, pensamos en cualquier hombre. Y ese es nuestro partidismo: nuestro partido por lo demasiado humano.
¿Lo demasiado humano? También podríamos decir: lo demasiado peruano. Todos buscábamos una voz, todos buscábamos un clásico, todos queríamos universalizarnos. En los peruanos, se removía entre las entrañas una frase, que a veces solo se expresaba en el rostro con un gesto de expectativa y rebeldía, pero que hacía falta un hombre, un solo hombre, que lo dijera por todos nosotros: “hay, hermanos, muchísimo que hacer”. Vallejo nunca inventó esta frase, el pueblo se la dijo con los ojos, y él, el máximo poeta del pueblo, lo bramó. El Perú, entonces, ya podía ser universal.
¿Por qué Vallejo? No haría falta repetirlo, pero vamos: quién da más.
(*) Mg. en Filosofía por la UNMSM