Por: Mg. Miguel Koo Vargas (*)
En un país donde la forma a menudo eclipsa al fondo, no es sorprendente que los títulos honoríficos y los reconocimientos se hayan convertido en una industria más rentable que auténtica. Vivimos en un contexto donde las apariencias pesan más que las realidades. Basta con observar un poco las redes sociales para encontrarnos con “doctores” que jamás defendieron una tesis ni pisaron un aula universitaria, pero que, sin embargo, ostentan su título con orgullo. ¿La razón? Pasaron con éxito por caja, y no por el riguroso camino académico.
Este fenómeno no es aislado. Hoy, los pseudoreconocimientos son parte de la nueva forma de “ser exitoso”. Así nos encontramos con premios como la “Cinta Roja y Blanca” o el “Premio a Los Mejores del Año”, premios impulsados, no por instituciones de prestigio, sino por empresas o periodistas que lucran o “agradecen” a sus auspiciadores entregando reconocimientos de todo tipo.
¿Quiénes califican estos premios? ¿Acaso distinguidos profesionales externos con reconocida credibilidad? ¿Alguna empresa auditora seria y de estándares internacionales? ¿Alguna institución educativa de prestigio? Ninguno de ellos.
Ceremonias, fotos, videos, medallas, diplomas, trofeos, todo un arsenal publicitario montado en un verdadero circo. Ahí, cualquiera puede postularse, o, mejor dicho, comprar su lugar en la ceremonia. A este panorama, incluso algunos periodistas se suman, vendiendo diplomas a sus patrocinadores, los cuales luego se exhiben orgullosamente en las redes sociales como si se trataran de un logro auténtico.
Lo cierto es que estos reconocimientos se han convertido en vitrinas vacías, que no buscan premiar la excelencia, sino alimentar la mediocridad bajo una apariencia de éxito. A base de diplomas vacíos con firmas y sellos sin ningún tipo de valor. Basta ver las categorías irrisorias que se premian como: “el mejor médico traumatólogo de la Región” o “El mejor político solidario”. Títulos tan grandilocuentes como ridículos, sacados de un libro de bromas.
Lo más preocupante es que, al normalizar estas prácticas, estamos erosionando el valor de los reconocimientos legítimos. El daño no solo es moral; está en la desvalorización de los premios auténticos, aquellos que premian esfuerzos genuinos, que se ganan con trabajo, dedicación y perseverancia. La sociedad, a fuerza de ver estos “reconocimientos” fraudulentos, empieza a perder la capacidad de discernir entre lo auténtico y lo fabricado, entre el verdadero mérito y la impostura.
Lo que realmente se está premiando no es el esfuerzo ni la excelencia, sino la capacidad de manipular el sistema, de comprar estatus. Aquí falla tanto el que emite estos fraudes como el que paga por ellos (Y si es que no los paga, porque también los regalan).
En este contexto, debemos reflexionar sobre lo que verdaderamente significa un reconocimiento y cómo estamos moldeando una cultura que, poco a poco, premia la imagen y la representación sobre el esfuerzo y la legitimidad. Si no tomamos medidas, pronto perderemos la capacidad de reconocer lo que realmente tiene valor y pasaremos a vivir en un mundo donde el mérito es solo un accesorio de la fama.
(*) Profesor de posgrado. Candidato a Doctor en Comunicación, Periodismo y Medios Digitales por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos