Por : Fernando Zambrano O.
Analista Político
En algún momento de nuestra historia reciente, Perú se convirtió en un país donde el miedo dormía en cada casa y donde la violencia no distinguía entre campesinos, niños, mujeres, policías o profesores. No fue una guerra externa ni un conflicto con otro país. El enemigo estaba dentro, disfrazado de revolución, pero armado de machetes, explosivos y odio. Fueron los años oscuros del terrorismo.
Durante las décadas de 1980 y 1990, organizaciones terroristas como Sendero Luminoso (SL) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) convirtieron al Perú en un campo de batalla. Bajo una ideología extremista, desencadenaron una ola de asesinatos, secuestros y atentados que desangraron a pueblos enteros, especialmente en la sierra. No combatían al Estado en un plano militar convencional. Su blanco eran los campesinos humildes, las comunidades más pobres, los pueblos quechua hablantes. En Lucanamarca, por ejemplo, 60 personas fueron asesinadas a machetazos, muchas de ellas mujeres y niños. En Uchiza, Sendero mató a cinco policías y decapitó a uno de ellos. Hubo atentados a puestos de votación, explosiones en embajadas, y coches bomba en plena ciudad. Muchos cuerpos nunca fueron identificados. Muchas familias jamás supieron qué pasó con sus hijos.
Durante los 90, los ataques ya no eran solo en zonas alejadas. Lima también sangró. El atentado de Tarata en 1992 dejó 25 muertos y más de 150 heridos. La explosión sacudió Miraflores y el alma del país. María Elena Moyano, una lideresa social de Villa El Salvador, fue asesinada a balazos y su cuerpo volado con dinamita frente a su familia. Fueron años de miedo, de incertidumbre, de mirar al cielo cuando se escuchaba un helicóptero o de apagar las luces por miedo a un atentado. A pesar de todo, el país resistió, y finalmente, en 1992, con la captura de Abimael Guzmán, se comenzó a ver una salida. Pero la herida no cerró del todo.
Con el tiempo, los remanentes de Sendero se refugiaron en el VRAEM, donde se aliaron con el narcotráfico. Cambiaron los discursos políticos por fusiles al servicio de rutas de droga. Pero la lógica del terror siguió: emboscadas a patrullas, asesinatos de soldados y policías, incluso niños entre las víctimas. El terrorismo mutó.
Tal vez tengas 20, 25 o 30 años. Tal vez hayas escuchado alguna vez algo sobre Tarata, Lucanamarca, o sobre la captura de Abimael Guzmán, pero no lo sientes propio. Te criaste en tiempos de paz, cuando podías caminar por la calle sin pensar en una explosión. Quizá ni tus padres te contaron con detalle lo que pasó. O peor, quizás lo que te contaron en el colegio te hizo pensar que fue “una lucha social” o que “los terroristas también eran víctimas”.
Aquí entra una preocupación real y urgente. Quienes tenían 10 años en 1990, hoy tienen 45 años en 2025. Eran niños cuando el Perú ardía. La mayoría de los menores de 45 años —como tú quizás— solo conocen lo que pasó a través de libros, versiones resumidas o manipuladas. No vivieron la angustia de escuchar por la radio una bomba en Lima o la noticia de que un colegio en Ayacucho fue arrasado. Y sin memoria, el peligro de repetir los errores se vuelve real.
Una parte de la culpa la tiene la educación. Muchos textos escolares relatan los hechos sin mostrar claramente quién fue la víctima y quién el verdugo. A veces, incluso se describe a los terroristas como “combatientes” o “actores sociales armados”, cuando en realidad fueron criminales despiadados que asesinaron a inocentes. Y lo más grave: algunos profesores, formados con estos textos manipulados o con simpatía hacia esas ideologías, perpetúan una historia distorsionada. Por eso, muchos jóvenes creen que el terrorismo fue solo una “lucha política”, sin comprender el verdadero dolor que causaron.
Si eres joven, este mensaje es para ti: lo que no conoces, lo que no recuerdas, puede repetirse. La historia no está para ser decorativa, está para ser comprendida, para aprender de ella. La elección de personajes políticos con discursos extremistas o simpatías radicales no es casualidad. Es señal de que hay un país que ha olvidado o ha sido mal informado. No se trata de vivir en el pasado, sino de tener claro por qué este país no puede volver a ese infierno. No podemos permitir que el terrorismo vuelva a disfrazarse de política. No podemos tolerar que los asesinos de ayer aparezcan como víctimas en los libros de hoy.
Honremos a las víctimas contando la verdad. Recordemos sin odio, pero sin miedo a decir las cosas como fueron y a los autores por su nombre. Exijamos una educación justa, veraz y valiente. Y, ante todo, no miremos para otro lado.
Porque si callamos hoy, mañana podría ser demasiado tarde.