Por: Fernando Zambrano Ortiz
Analista Político
Nunca llegaré a entender qué le pasa a mi país. ¿Cómo pasamos de ser una nación con alma victoriosa, resiliente y alegre, a convertirnos en una sociedad que vive del resentimiento? Desde las décadas más oscuras del terrorismo, parece que algo se quebró en la conciencia colectiva del Perú. La esperanza se transformó en sospecha, la alegría en crítica permanente, y el orgullo en vergüenza ajena. Hoy, todo parece estar mal. Nada es suficiente. Nada merece reconocimiento.
El problema no es solo político ni económico. Es, sobre todo, emocional y cultural. Y lo más grave es que este resentimiento ha sido instrumentalizado. Sectores de los medios de comunicación lo alimentan diariamente, convirtiéndolo en un capital útil para movilizar audiencias y sembrar indignación constante. Desde allí se propaga la idea de que el Perú no vale, que sus logros son accidentales y sus fracasos inevitables.
Este clima emocional tóxico no es nuevo. Ya lo vivimos cuando el resentimiento social alimentó el surgimiento de ideologías extremas, que hace más de cuatro décadas derivaron en terrorismo, muerte y ruina. Y aunque creemos haber superado aquella etapa, en el fondo no hemos resuelto el problema de raíz: seguimos siendo un país fragmentado, emocionalmente herido, que no se reconcilia consigo mismo.
Hoy, ese mismo resentimiento ha mutado. Se ha sofisticado. Ha sido adoptado por grupos progresistas con agendas globalistas que, en lugar de unirnos, ahondan más las divisiones. No importa si las desigualdades reales se han reducido: basta con crear nuevas categorías identitarias para generar fricciones donde antes había convivencia. Se exacerban las diferencias, se impone la sospecha, y se propaga la idea de que somos víctimas perpetuas de un sistema que, paradójicamente, seguimos alimentando.
Desde fuera, mientras tanto, nos miran con admiración. Muchos extranjeros reconocen en el Perú una cultura milenaria, una gastronomía extraordinaria, un potencial humano y natural envidiable, una economía digna de admiración. Nos imitan, nos estudian, nos aplauden. Pero desde dentro, parecemos empeñados en hundirnos. Es como si quisiéramos secar la última paja para incendiar el país, cumplir el objetivo inconcluso de Mao: destruir para refundar, aunque no sepamos qué ni para quién.
Este resentimiento debería tener, si no una explicación política, al menos una denominación clínica. ¿Qué clase de trauma compartido lleva a una sociedad a sabotear su propio futuro? ¿Qué clase de herida no hemos curado, que preferimos abrir una y otra vez?
Si no detenemos esta deriva emocional, estaremos sembrando un futuro nefasto para nuestros hijos. No solo por lo que dejaremos de construir, sino por lo que seguiremos destruyendo. El Perú necesita reconciliarse consigo mismo. Y eso comienza por dejar de odiarnos, por recordar que alguna vez fuimos una nación con alma vencedora, y que aún estamos a tiempo de volver a serlo.