Por: Fernando Zambrano Ortiz.
Analista Político
El asesinato de Miguel Uribe Turbay, candidato presidencial colombiano, no es solo un crimen contra una persona: es un atentado contra la democracia misma. Cada bala dirigida contra un candidato que representa el debate libre es, en realidad, un proyectil contra la esperanza de millones que creen que el poder puede conquistarse con ideas y no con intimidación.
Uribe no era un agitador ni un caudillo disfrazado de salvador. Era un político joven, formado, con vocación de diálogo y la convicción de que la política debía ser un puente, no una trinchera. Su campaña estaba marcada por el contacto directo con la gente, por caminar calles sin miedo, confiado en que su mayor escudo era la cercanía. Ese mismo espíritu valiente pero vulnerable fue lo que lo expuso al ataque mortal.
En nuestra región, la lista de líderes asesinados por atreverse a competir limpiamente es dolorosamente larga. Luis Carlos Galán en Colombia, Fernando Villavicencio en Ecuador, Marcelo Pecci en Paraguay… y muchos otros menos conocidos que cayeron lejos de las cámaras, pero con el mismo patrón detrás: un sistema democrático débil, infiltrado por el crimen organizado, donde la violencia política se ha convertido en herramienta estratégica. Quien mata a un candidato no solo silencia a un adversario; envía un mensaje de terror que recorre las venas de la sociedad entera: “No se atrevan”.
Lo más indignante es la reacción de ciertos actores internacionales. Hay un silencio selectivo, incómodo, que se instala cuando la víctima no encaja en la narrativa ideológica que les conviene. Algunos se apresuran a defender a quienes socavan las instituciones desde dentro, pero se muestran tibios o directamente mudos cuando el caído es un demócrata que defiende el Estado de derecho. Esa indiferencia es letal. Mata dos veces: primero al hombre, luego a la esperanza colectiva de que la política sea un terreno seguro para todos.
Y es que el riesgo no se limita a Colombia. En un continente marcado por la polarización extrema, la debilidad institucional y la creciente penetración del crimen organizado en la vida pública, este tipo de crímenes se convierten en un espejo incómodo. Hoy fue Bogotá; mañana podría ser Quito, Lima, Ciudad de México o cualquier ciudad de nuestra geografía política.
Si callamos, aceptamos que la democracia se escriba con sangre. Que cada proceso electoral sea una ruleta rusa para quienes aspiran a liderar sin rendirse a la corrupción o la violencia. Y lo que está en juego no es solo la vida de un candidato: es el derecho de los ciudadanos a elegir sin miedo, a decidir su futuro sin la sombra de un fusil marcando la papeleta.
Cuando matan a un demócrata en campaña, no apagan una voz: intentan enterrar la democracia entera. Frente a eso, no hay espacio para la neutralidad. Callar no es prudencia; es complicidad. Y en tiempos como estos, la complicidad se paga con el futuro de toda una nación.