El reciente estudio del Instituto Peruano de Economía (IPE), presentado en el evento Jueves Minero, confirma una verdad incómoda: el Perú, pese a su extraordinario potencial geológico, está perdiendo terreno en la carrera mundial por atraer inversión minera. Mientras la minería global enfrenta procesos cada vez más largos y complejos, nuestro país se ha convertido en un caso extremo: un proyecto puede tardar 40 años en pasar de la exploración a la producción, y en el caso del cobre, hasta 62 años.
Este retraso no es solo un problema técnico o administrativo, sino un obstáculo estructural para el desarrollo del país. La maraña de trámites, permisos ambientales que se dilatan más allá de lo legal, debilidad institucional y desconfianza social forman un cóctel que mina la competitividad del sector. Así, no sorprende que, de los 29 grandes proyectos de cobre paralizados en el mundo, 9 estén en el Perú. Esta cifra debería encender todas las alarmas: significa que un quinto de la producción global potencial está bloqueada en nuestro territorio.
La consecuencia es evidente: la inversión minera permanece estancada en torno al 2% del PBI, cuando en ciclos anteriores llegó a duplicar esa cifra. Mientras tanto, países competidores como Chile o el Congo avanzan con mayor decisión, captando capitales y consolidando posiciones en el mercado internacional.
Pero más allá de las cifras, lo que está en juego es el bienestar de millones de peruanos. La minería genera más de dos millones de empleos directos e indirectos y tiene un impacto transformador en las regiones. Apurímac es un ejemplo claro: pasó de ser la región más pobre a escalar posiciones en desarrollo gracias a la puesta en marcha de operaciones mineras. El contraste con Cajamarca, hoy la más pobre del país pese a su enorme potencial, revela lo que significa desaprovechar oportunidades.
El país no puede darse el lujo de seguir atrapado en la inercia. Urge simplificar y agilizar trámites, fortalecer instituciones como SENACE y ANA, y sobre todo construir confianza con las comunidades, un aspecto tantas veces descuidado y que termina generando conflictos evitables. A la par, el Estado debe redoblar su lucha contra la minería ilegal, que encuentra en las demoras de la formalidad el mejor caldo de cultivo para expandirse.
El Perú está frente a una encrucijada: o desbloquea el potencial de su minería y lo convierte en motor de empleo, inversión y reducción de pobreza, o seguirá acumulando proyectos truncos y oportunidades perdidas. El reloj corre en nuestra contra, y cada año que pasa nos aleja de aprovechar los vientos favorables de la economía global.