Por: Fernando Zambrano Ortiz
Analista Político
“Cuando la paja esté seca, incendiaremos la pradera.” La consigna suena lejana, pero describe un método que hoy se camufla de modernidad para vaciar por dentro a la democracia. Ese método esa doctrina ya entró en decadencia y en una descomposición natural: perdió el encanto de la promesa, vive de la imposición y de la etiqueta. Por eso grita más, censura más y acusa más: porque cada día convence menos.
Conviene decirlo sin rodeos: la doctrina globalista del progresismo instrumentalizada en el país por los denominado “caviares” no nació en América Latina. No brotó de nuestras plazas ni de nuestras parroquias, ni de la conversación cívica de nuestros barrios. Llegó de fuentes ajenas a la región, embalada en lenguajes de laboratorio y manuales de activismo, importada por fundaciones, consultoras y cátedras que jamás rinden cuentas en los mercados ni en las urnas.
Se introdujo subrepticiamente en los discursos y en las agendas de gobiernos como los de Chávez, Maduro, Lula y otros, que la convirtieron en política de Estado con la solemnidad de lo “inevitable”. Su penetración en el Perú empezó a inicios de los años 2000, justo cuando el terrorismo había sido derrotado en varios frentes. Derrotado en su forma armada, mutó: cambió de piel, cambió de léxico y buscó reinsertarse en el poder bajo neo-corrientes ideológicas que prometían derechos, pero entregaban control.
Todo comenzó donde más duele: desfondar los valores que nos daban un idioma común. No hubo diálogo con la tradición, hubo revancha fría. Se reemplazó la búsqueda de verdad por eufemismos; se llamó “avance” a la demolición de referencias compartidas. En las aulas, muchos chicos dejaron de aprender a pensar para aprender a repetir. Lo vemos a ras de suelo: la madre que llega tarde del trabajo y encuentra a su hijo adiestrado para detectar “microagresiones”, pero incapaz de ordenar un argumento; el profesor honesto que se muerde la lengua porque disentir puede costarle el puesto. Eso no es progreso: es empobrecimiento cívico.
Luego se invirtió la jerarquía de la ley. Un ecosistema de ONGs y comités con halo de infalibilidad se erigió en árbitro moral. Se romantiza al infractor por su relato y se demoniza al policía por su uniforme. ¿El resultado? Comerciantes que pagan cupos mientras la comisaría “revisa protocolos”; familias que dejan de denunciar porque “para qué, si salen al día siguiente”; agentes que dudan antes de actuar porque temen terminar procesados. Desarman al Estado que debería protegernos y nos piden aplaudir.
La justicia, mientras tanto, fue convertida en ariete. Fiscalías y juzgados funcionan como trincheras ideológicas: prisión preventiva como castigo anticipado, allanamientos como espectáculo, incautaciones como mensaje. En el Perú lo hemos visto con crudeza: opositores sometidos a procesos que nunca cierran, reputaciones sacrificadas en prime time, tragedias que no deberían repetirse y peregrinajes judiciales que parecen no tener fin. La justicia dejó de ser ciega para volverse selectiva: mira con lupa al que desafía la narrativa y condescendencia al que la sirve. Eso erosiona todo, también a los inocentes que mañana necesitarán un juez imparcial.
Lo más perverso es que este libreto se ejecuta invocando “más democracia”. Pero una democracia sin valores compartidos, con burocracias culturales sin contrapesos y con jueces militantes no es democracia: es escenografía. No hay partido único, pero sí mataderos reputacionales; no hay censura oficial, pero hay cancelación social; no hay propaganda estatal masiva, pero hay adoctrinamiento pedagógico. La libertad queda reducida a un permiso revocable.
Y, sin embargo, algo cambió: esa corriente ideológica envejeció. Su gasolina era el prestigio y el miedo; perdió el primero y ya no infunde el segundo. Sus dogmas se agrietan cuando chocan con la realidad de la calle: la inseguridad que arrebata sueldos y vidas; escuelas que promocionan sin enseñar; hospitales que se caen a pedazos mientras se financian campañas de reeducación simbólica. La doctrina entra en decadencia y descomposición natural porque no sabe resolver lo concreto: el bus que no llega, el recibo que no alcanza, la farmacia sin stock, el barrio que no duerme. Y porque la gente esa mayoría silenciosa a la que subestimaron aprendió a distinguir entre derechos auténticos y retórica de ocasión.
¿Qué hacer? Reconstruir con la gente al centro, sin pedir permiso a los custodios de la corrección. Devolver autoridad moral a la escuela currículos sin propaganda, libertad de cátedra real, evaluación seria. Exigir transparencia total a toda organización que pretenda influir en políticas públicas quién financia, a quién representa, cómo gasta. Poner límites estrictos al abuso procesal la prisión preventiva es excepcional, no un trofeo mediático. Proteger de verdad a quien nos protege derechos humanos también para el policía y el militar que cumplen la ley. Y, sobre todo, recomponer la conversación nacional: menos etiquetas, más responsabilidades; menos consignas, más soluciones; menos culto al conflicto, más compromiso con el bien común.
No se trata de nostalgia: se trata de sanidad moral. Un país no se sostiene con trending topics ni con seminarios de palabras correctas. Se sostiene con familias que educan, escuelas que enseñan, jueces que juzgan, policías que hacen cumplir la ley, políticos que rinden cuentas y ciudadanos que no delegan su conciencia. La doctrina importada que intentó imponernos lo contrario ya está en retirada, carcomida por su propia incoherencia. Que su descomposición no nos arrastre: toca cerrar el laboratorio social y abrir la ventana a lo elemental verdad, justicia, orden y dignidad. Lo demás es ruido. Y el ruido, por fuerte que suene, no construye nada.