Opinión

La deriva silenciosa hacia el narcoestado

Por: Fernando Zambrano Ortiz

Analista Político

En el Perú nos hemos acostumbrado a mirar de costado al narcotráfico, aunque los números gritan lo contrario. Hace apenas una década hablábamos de unas 40 mil hectáreas de coca; hoy bordeamos las 90 mil. Es decir, más del doble. No es un error estadístico ni un exceso retórico: es la realidad de un país que ha convertido la cocaína en un motor de economía criminal que crece sin freno.

El negocio ya no lo controlan cárteles locales al estilo de los noventa. Los narcos peruanos producen y entregan la droga a organizaciones extranjeras, cada vez más sofisticadas, que pagan mejor y se encargan de llevarla a Europa. Mientras Colombia conserva sus vínculos con el mercado de Estados Unidos, el Perú se ha convertido en proveedor de Rotterdam, Amberes y Algeciras. El Callao se volvió el gran nudo logístico. Y lo más grave: incluso parte de la cocaína producida en Colombia está saliendo por puertos peruanos. La razón es simple: los controles en los aeropuertos y puertos colombianos se han endurecido en los últimos años, lo que ha empujado a las redes internacionales a usar la costa peruana como alternativa más “segura” para despachar sus cargamentos.

Pero la cocaína es solo la primera estación de un circuito mucho más rentable: el oro ilegal. Con él se lava el dinero sucio y se multiplica la ganancia. Hoy, de hecho, el oro extraído al margen de la ley ha superado a la cocaína en dólares movidos. Las redes que trafican droga son las mismas que compran, sacan y exportan oro con papeles falsos o empresas de fachada. Así, la droga se convierte en metal precioso y regresa como capital limpio.

Ese ecosistema criminal no podría sobrevivir sin violencia. Los grupos de seguridad de los narcos, cuando no cuidan los cargamentos, se dedican a extorsionar. Cobran cupos a comerciantes, imponen préstamos “gota a gota” y colocan explosivos en negocios para sembrar miedo. Las denuncias por extorsión se disparan cada año y Lima ha sido testigo de ataques contra bancos y mercados. Es la violencia como segundo ingreso.

El problema no termina ahí. Con más dinero circulando, la tentación de comprar poder político es inevitable. No hay campaña electoral inmune a la plata sucia: alcaldías, gobiernos regionales y hasta elecciones nacionales han sido permeadas por aportes de dudosa procedencia. El narcotráfico no solo corroe las instituciones: busca directamente capturarlas.

En medio de todo, la Policía Nacional aparece desarmada moralmente. La mayoría de peruanos desconfía de ella, y la autoestima de sus agentes es menor a la de un vigilante privado. Muchos terminan cediendo a la corrupción porque el sistema no les ofrece ni reconocimiento ni protección. El buen policía queda desmoralizado, y el malo se siente impune.

Las bandas criminales ya no se esconden en el monte. Se expanden desde los conos de Lima y otras grandes ciudades, donde el Estado llega tarde o nunca, y avanzan hacia centros estratégicos. Es la radiografía de una amenaza que, de no enfrentarse, puede terminar por capturar no solo territorios sino instituciones.

Frente a esta realidad, la reacción oficial ha sido comprar motos o hacer operativos de vitrina. Eso no alcanza. Se necesitan estrategias de mediano y largo plazo: blindar los puertos con alianzas internacionales, cortar el lavado del oro ilegal, reconstruir la carrera policial con meritocracia y control, recuperar las cárceles tomadas por el crimen, crear protocolos nacionales contra la extorsión y sostener una erradicación de coca acompañada de alternativas productivas creíbles.

Nada de esto es sencillo, pero es lo mínimo indispensable si queremos frenar la deriva hacia un narcoestado. El Perú aún está a tiempo. Lo que no podemos seguir haciendo es mirar para otro lado. El narcotráfico y el oro ilegal ya no son problemas de la selva o de la sierra: son el espejo donde se juega el futuro del país.