Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Soñamos alguna vez con París: con la bella ciudad de los artistas, con la bohemia de los cafés y con las buhardillas impagas. Nos vimos escribiendo ahí, como si todo el mundo se concentrara en aquella ciudad y, por ende, teníamos permiso para garabatear manuscritos de manuscritos de manuscritos. Creímos en París y ese fue nuestro sueño.
Nuestros antiguos nos animaron: vayan a París y encontrarán un destino. París era una fiesta, pues, de grandes; antes y después de la guerra, fue una fiesta de grandes. Todos los visitantes habían prendido sus bombillas y juntos hicieron un enorme letrero luminoso: “Vengan, sors de l’enfance, ami!”. Era la invitación a redactar el Gran Relato Hispano-Americano. Y no había mucho que pensarlo: dejar el terruño; ser cosmopolitas.
El gran cuento de nuestros padres fue París. Yo estuve en París y vi pobres. No se necesita ser un viajero para descubrir la pobreza. No se necesita ver los ojos de la Gioconda, para descubrir la mirada (misteriosa, discretamente anhelosa) de la Gioconda. La torre Eiffel fue un gigante fierro, cuyo nombre me pusieron, pero que no me reveló más que un cielo y una tormenta pasajera, los mismos de mi provincia. El cosmopolitismo no tiene sentido si es que uno no ha hecho un valioso viaje interior.
París es Europa y eso hoy significa también una cosa: mordaza. Como europeo, no se puede criticar con convencimiento a los judíos y sus horripilantes masacres. Individuo libre, pero socialmente atado, el europeo es hoy un Atlas inmóvil: un gigante que no puede ni siquiera rascarse la espalda por un segundo. No quiero, señores, ese peso.
Hace poco más de un siglo, Estados Unidos ha hecho el giro. Dejó de pensar para y empezó a pensar por. ¿Por qué de un tiempo a esta parte los autores norteamericanos son más lecturables? Desde cuándo nos dejaron de gustar un Hesse o un Habermas, y preferimos a un McCullers y a un Nagel. Cuántos símbolos europeos se han convertido en cobertores vetustos.
Pero la aguja no puede apuntar hacia el Norte. No hay que abandonar París, para cambiarlo por Nueva York. Además, eso sería nefasto. Los perros solo quieren a un amo. Y a un perro alejado de su amo solo lo consume la tristeza hasta morir. Gire, pues, el timón.
“¿Adónde, adónde?”, decía una de nuestras novelas provincianas. Adiós a París, pero ahora adónde. ¿Es posible encontrar en el latinoamericanismo una alternativa? Pero ¿no se ve hoy en día que los latinoamericanistas van creando de a pocos sus propios ídolos? Nuestros héroes reviven muertos en las páginas de los latinoamericanistas. Nuestro Mariátegui renace exangüe. Nuestro Vallejo renace asfixiado por los críticos. No creo que la aguja deba apuntar hacia el Pensamiento Latinoamericano.
Nuestra época es de tránsito: posmodernidad, posverdad, posparisismo… La aguja de la brújula está vacilante. Los poetas vacilan. Los escritores vacilan. Sin París, el camino está despejado, pero también: desdibujado. Desde el extremo oriental renace un nuevo sendero; el Elefante y el Dragón buscan actualmente tirar los dados. Hoy tenemos el logro de la tecnología, pero no hay vanguardia. Hoy se elogia a la máquina, pero no hay poesía de la máquina.
¿Adónde entonces ya sin París?, preguntémonos con valentía. Pues por ahora: pongamos las manos sobre la palanca de freno. Tiremos con fuerza. Respiremos. Esperemos. Abramos los ojos.
(*) Mg. en Filosofía por la UNMSM