La semana pasada dejó al Perú, una vez más, frente al espejo de su propia fragilidad institucional. El Poder Judicial dictó una segunda condena contra Alejandro Toledo, expresidente de la República, imponiéndole 13 años y 4 meses de prisión por el caso Ecoteva. Toledo ya cargaba con una sentencia de 20 años y seis meses por el caso Interoceánica, confirmando que su paso por la más alta magistratura del país estuvo marcado por el aprovechamiento ilícito del poder y por su voracidad en el manejo de sobornos, disfrazados luego bajo operaciones financieras en el extranjero.
En contraste, casi en paralelo, otro expresidente Martín Vizcarra fue beneficiado por una decisión judicial que ordenó su inmediata excarcelación, al revocarse la prisión preventiva de cinco meses que pesaba en su contra. Aunque se mantiene procesado por los presuntos delitos de cohecho pasivo en los casos Lomas de Ilo y Hospital de Moquegua, hoy goza de libertad mientras continúan las investigaciones.
Ambos episodios, en apariencia distintos, tienen un punto en común: reafirman la constante de los últimos 30 años en el Perú, donde ningún expresidente ha logrado cerrar su ciclo de gobierno sin enfrentar investigaciones, acusaciones o condenas. De Alberto Fujimori a Alejandro Toledo, de Ollanta Humala a Pedro Pablo Kuczynski, de Alan García cuyo final trágico evitó un juicio hasta Martín Vizcarra y Pedro Castillo, la lista es larga y dolorosa.
Esta realidad no puede asumirse como una anécdota, ni mucho menos como parte de un folclore político al que el país ya parece habituado. Es, en verdad, una señal alarmante de que el sistema político peruano ha sido incapaz de producir liderazgos sólidos, íntegros y comprometidos con el bien común. Lo que vemos son gobernantes que llegan al poder con discursos renovadores, pero que terminan capturados por las mismas prácticas de corrupción y clientelismo que prometieron desterrar.
El caso Toledo es emblemático: un líder que surgió como símbolo de la lucha democrática contra la dictadura de Fujimori y que terminó traicionando esas banderas al concertar con empresas extranjeras millonarios sobornos. Su condena desnuda no solo su responsabilidad personal, sino también la debilidad de los controles institucionales que permitieron que los recursos públicos fueran negociados como mercancía.
El caso Vizcarra, aunque todavía en investigación, nos recuerda que incluso figuras que gozaron de gran respaldo popular no están exentas de sospechas ni de malos manejos. Que un presidente, en funciones hasta hace apenas tres años, enfrente hoy acusaciones por obras cuando era gobernador regional, muestra cómo la corrupción se infiltra desde abajo y escala hasta la cúspide del poder.
Estamos a puertas de un nuevo proceso electoral. Y cabe preguntarnos, con absoluta honestidad: ¿hemos aprendido algo como sociedad? ¿Seremos capaces de mirar más allá de los discursos fáciles y de la retórica anticorrupción que todos los candidatos proclaman para detectar quiénes tienen realmente la solvencia ética y técnica para gobernar?
La ciudadanía no puede lavarse las manos y culpar solo a los políticos. La elección de quienes nos gobiernan recae sobre todos nosotros. Toledo, Vizcarra, Castillo y tantos otros fueron elegidos por el voto popular. Y si hoy enfrentamos esta cadena de decepciones y escándalos es porque, en buena medida, no supimos exigir proyectos sólidos, equipos técnicos competentes y trayectorias limpias.
El Perú no resistirá indefinidamente esta dinámica de presidentes que terminan en prisión, en fuga o en juicios interminables. El 2026 nos pone de nuevo frente a una disyuntiva histórica. O aprendemos de los errores y elegimos con madurez, o repetiremos el círculo vicioso que erosiona la confianza ciudadana y debilita aún más nuestra democracia.
La pregunta está lanzada: ¿hemos aprendido a escoger? La respuesta no la dará el próximo presidente, sino nosotros en las urnas.