Por: Fernando Zambrano Ortiz
Analista Político
En un Estado de derecho, las leyes no son meras sugerencias ni herramientas discrecionales de los jueces. Son normas aprobadas por el Congreso, promulgadas por el Ejecutivo y, por ende, vigentes y obligatorias. Sin embargo, cada vez con más frecuencia se observa cómo el Poder Judicial asume un papel que excede sus funciones: decide cuándo y cómo aplicar una ley, incluso llegando a suspenderla de facto. Este comportamiento, lejos de fortalecer la institucionalidad, erosiona las bases mismas del sistema democrático.
El principio de separación de poderes no es un adorno teórico, sino la piedra angular de la República. El Legislativo crea las leyes, el Ejecutivo las implementa y el Judicial las cumple y aplica. Cuando los jueces se colocan por encima de la ley aprobada, se produce una distorsión peligrosa: el poder judicial se convierte en un poder supra constitucional, sin contrapesos reales, capaz de invalidar la voluntad popular expresada a través del Congreso.
Es verdad que el control difuso —la facultad de un juez para inaplicar una norma contraria a la Constitución en un caso concreto— es una herramienta legítima. Pero no puede transformarse en un mecanismo para sustituir al Tribunal Constitucional, que es el órgano llamado a resolver de manera definitiva los conflictos de constitucionalidad. De lo contrario, se abre la puerta a una fragmentación jurídica donde cada juez actúa como un tribunal supremo, imponiendo su criterio personal por encima del ordenamiento general.
El desenlace de este problema no es menor. La democracia se resquebraja cuando los poderes del Estado dejan de respetar sus límites. Si el Poder Judicial continúa ejerciendo un rol político bajo el pretexto del control constitucional, terminaremos ante un poder que legisla sin haber sido elegido para hacerlo.
Urge, entonces, que el Tribunal Constitucional establezca con claridad los límites del control difuso. Solo así se podrá evitar que el Poder Judicial siga expandiendo sus atribuciones hasta convertirse en un poder paralelo, capaz de someter al Legislativo y, en última instancia, a la propia Constitución.
En democracia, ningún poder está por encima de la Constitución. Y cuando uno de ellos se arroga esa prerrogativa, lo que está en juego no es un simple debate jurídico, sino la vigencia misma del Estado de derecho.