Opinión

Por qué el perú, siendo políticamente volátil, no se derrumba

Por: Fernando Zambrano Ortiz

Analista Político

El Perú vive con la sensación de estar siempre a un paso del abismo. Cambiamos de gobierno como quien cambia de clima, los congresos se pelean entre sí y la confianza política parece un lujo. Aun así, el país no se cae. Las tiendas abren, el sol se mantiene firme y la gente sale a trabajar. ¿Cómo lo logramos?

Una parte de la respuesta está en algo muy poco glamoroso: reglas que no se cambian de un día para otro. La Constitución de 1993 puso candados que obligan a construir consensos grandes para modificar lo importante. No basta con un arrebato; se necesita una mayoría amplia y sostenida. Eso le ha dado al país una suerte de cinturón de seguridad cuando la política zigzaguea.

También ayuda un marco económico que la mayoría ya siente como paisaje: respeto a la propiedad, contratos que no se cambian por capricho, igualdad para invertir y un Banco Central que no se mete en broncas y cuida la inflación. Cuando todo hace ruido, esa previsibilidad funciona como el metrónomo que marca el ritmo.

Pero el sostén de fondo es la gente. El Perú es la bodega de la esquina, la ferretería del barrio, el taller que no cierra, la señora del menú, el mototaxista que no falta. Millones de pequeños esfuerzos que, sumados, empujan la rueda. Y sí, la informalidad es un problema serio, pero también ha sido un colchón: cuando el Estado se traba, la vida no se detiene porque las personas encuentran cómo seguir.

Sobre esa base aparece un fenómeno incómodo: la izquierda extrema y una parte de la izquierda progresista han convertido la tensión política en método. No es un desliz ocasional; es una manera de estar. ¿Cómo opera? Primero, arrinconando a cualquier gobierno que no sea el propio con reglas cambiantes: “asamblea constituyente ya”, adelantos de elecciones cada temporada, vacancias exprés, obstrucción por deporte. La idea es que nadie gobierne con mínimas certezas.

Luego viene la deslegitimación permanente. Todo poder es “usurpador” salvo el suyo. Si se pierde en las urnas, se grita fraude; si arbitra una institución, se dice que está capturada. Ese goteo va agujereando la confianza de todos, incluso de quienes no militan en nada.

La calle se usa como palanca. La protesta, que en democracia es un derecho, se empuja hasta el bloqueo de carreteras o la paralización de infraestructura. No se busca dialogar, se busca doblar el brazo. Y mientras tanto se judicializa cada decisión para que el funcionario tenga miedo de decidir: “si actúas, te denuncio; si no actúas, también”.

Otra pieza es la lluvia de microrreglas “bien intencionadas” que encarecen abrir, producir y contratar. Son pequeñas piedras que, juntas, hacen tropezar a la economía y empujan a más gente a la informalidad. A eso se suma el martilleo contra la inversión: hoy la minería, mañana la agroindustria, pasado la infraestructura. Se amenaza con cambiar las reglas a medio partido y los proyectos se enfrían. Menos inversión es menos empleo; y sin empleo, cualquier programa social se vuelve discurso.

Finalmente, se importan recetas que suenan bien en seminarios internacionales pero no conversan con la realidad peruana. El relato identitario de moda termina mandando más que las prioridades urgentes: productividad, servicios básicos que funcionen, seguridad, empleo.

La izquierda progresista suele dar el marco “ético” y cultural para justificar la presión; la izquierda extrema pone el cuerpo en la calle y aprieta las tuercas cuando captura un pedazo del Estado. Una pone el guion, la otra ejecuta la escena. El resultado es el mismo: incertidumbre al alza y oportunidades a la baja.

Y, sin embargo, resistimos. No gracias a la clase política, sino a pesar de ella. Nos sostienen esos candados institucionales, algunas buenas prácticas económicas y, sobre todo, la terquedad de millones de peruanos que cada mañana vuelven a empezar. Pero no hay que engañarnos: la cuerda no es infinita. Ningún país camina para siempre al borde del barranco.

Si de verdad queremos dejar de sobrevivir y empezar a construir, la tarea es simple de decir y difícil de hacer: reglas claras que no cambien por gritos, rechazo sin matices a la violencia y al bloqueo, un Estado que decida sin miedo y que quite trabas en lugar de inventarlas, y una defensa seria del empleo y la inversión que lo hace posible. Eso no es una consigna partidaria; es puro sentido común peruano.