Opinión

Cartas de soldados

Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)

«¡Cuán profundo debe ser el amor que sientes por mí aún hoy, mi querida esposa! Puedo leer el amor en cada una de tus palabras, en cada una de tus frases». Así escribía a su mujer Ernst G., un soldado alemán, durante la Segunda Guerra Mundial. Y así existen miles de cartas similares en la Deutsche Dienststelle, en Berlín, esperando a ser editadas y estudiadas, y para que se devele, sobre todo, el lado más olvidado de la guerra: el de los sentimientos.

La gran empresa la ha acometido ya la investigadora francesa Marie Moutier y cuyo trabajo aplaudimos: Cartas de la Wehrmacht (2015) es su libro compilatorio de las misivas de los soldados alemanes. Gracias a él, descubrimos algo bastante obviado por los historiadores. Estos se habían explayado sobre las causas del conflicto, las grandes campañas o las glorias de los líderes políticos. Cartas de la Wehrmacht, en cambio, descubre al soldado de a pie; nos muestra sus miedos, su desesperación, su agonía. El libro de Moutier sería, válgame la expresión, un libro en tiempo real.

Desde hace mucho se veía a los soldados nazis como máquinas de matar. Eso, en parte, está justificado, pero la visión no está completa. Estas cartas nos muestran a seres en sus distintas tribulaciones humanas. Ríen, lloran, cotillean, celan a sus mujeres, se quejan de la mala comida. Son hombres que tienen hijos, y si no los tienen, tienen sueños o planes. A su vez, hay cartistas que creen a ciegas en la ideología del Führer y por ello repiten sus frases, pero otros tan solo preguntan por raciones de chocolates. Algunos solo piensan en su paga.

Sin embargo, todos los participantes de estas cartas coinciden en algo: su voluntad de escribir, como si la escritura fuese el único escape al infierno que están viviendo. Lo artístico (y he ahí el misterio de la naturaleza humana) les empieza a brotar por las venas. Describen prolijamente su entorno, recuerdan escenas dulces, expresan sin tapujos sus pasiones, añoran. Las palabras de estos soldados poseen una pulsión que conmueve.

Y conmueve más por el carácter de los escribidores. Tomemos, por ejemplo, la carta de un soldado en el frente Occidental. Se llama Wolfgang A. Tiene tan solo diecisiete años. En junio de 1944, un mes antes de morir en combate, escribe con perseverancia a sus padres: «No me envíen dinero. Seguramente se perdería. Nos van a dar una ayuda del frente, según lo que he oído. Y espero que lo hagan tan frecuentemente como sea posible. Estoy tenso por el devenir del combate (…) No se preocupen, todo saldrá bien. Es mejor combatir aquí que en Rusia».

Otro soldado (Günther W.), tres días antes de caer en batalla, redacta estas líneas a su familia y que, por su virtuosa sencillez, lograría tener un puesto en cualquier antología: «Así, pese al rumbo en zigzag de la guerra, de sus experiencias y de sus cambios de dirección, la brújula de mi corazón apunta hacia ti, mi querida mujer, y hacia mis lobitos, y poco importa que me envíen a la derecha, a la izquierda, arriba o abajo en el mapa».

Sobre el metal de un tanque, sobre la espalda de un amigo o sobre una viga en una trinchera, estos hombres escribían con el fin de no ser deshumanizados. La guerra deshumaniza, devora al hombre. La escritura privada de los soldados fue como una protesta, indirecta y silenciosa, a su maquinización. Se dieron cuenta que el poder de las armas terminaba siendo una opresión contra ellos mismos, por ende, asumieron el poder valioso de las cartas, como una suerte de fuga o retorno a su esencia humana. Cuando Wolf, otro soldado, escribe a su esposa en 1945: «El regalo que quiero esta Navidad es recibir unas líneas de tu parte. ¿Se cumplirá mi deseo?», no deseaba ni la victoria ni la derrota: solo ansiaba una carta, un salvavidas.

Que Cartas de la Wehrmacht sea tomado como uno de los más auténticos testamentos de la Segunda Guerra Mundial.

(*) Mg. en Filosofía por la UNMSM