Por: Fernando Zambrano Ortiz
Analista Político
A veces da la impresión de que en el Perú ya no conversamos: nos medimos. Antes de escuchar, preguntamos “¿de qué lado estás?” y, según la respuesta, cerramos los oídos o abrimos el corazón. Eso tiene un nombre raro polarización afectiva, pero en el día a día es bien simple: dejo de ver a la persona y solo veo la etiqueta. Así no se puede construir nada.
También cargamos una mochila distinta según la edad. Quienes vivieron la hiperinflación, las colas y el miedo del terrorismo recuerdan el alivio de volver a la estabilidad en los 90; quienes nacieron después leen esa misma historia con otros énfasis y otras heridas. Eso no nos hace enemigos: nos hace diferentes. El problema empieza cuando esa diferencia se usa como arma y no como punto de partida. Si mi memoria invalida la tuya, la conversación muere antes de empezar.
Y encima, el ruido. Las redes son máquinas de emoción: lo que más viaja no es lo más cierto, sino lo que más indigna. No hace falta una mentira perfecta; alcanza con recortar un dato, sacar de contexto un video, exagerar un gráfico o inventar un “todos dicen”. El libreto es siempre parecido: aparece una “primicia”, la comparte alguien con muchos seguidores, los medios reaccionan, las autoridades responden a la carrera y, si nadie pone contexto, el rumor se vuelve “verdad”. En ese torbellino, cualquiera puede terminar humillado por opinar distinto, y la humillación solo alimenta más bronca.
¿Qué hacemos entonces? Primero, bajar un cambio. No todo hay que responderlo en caliente. Antes de compartir algo, vale un pequeño ritual: ¿quién lo dice?, ¿de dónde sale?, ¿tiene fecha y fuente?, ¿ya lo contaron otros medios confiables?, ¿estoy compartiendo porque es cierto o porque me hace sentir parte de un grupo? Ese minuto de pausa es más poderoso que mil sermones. Si algo es grave salud, elecciones, seguridad, pidamos la fuente original y, si no aparece, no lo empujemos.
Segundo, recuperar el valor de la experiencia del otro. En vez de discutir quién “tiene la verdad” sobre el pasado, probemos una pregunta distinta: ¿qué viste tú que yo no vi? Ahí empieza el puente. La memoria no es uniforme; aceptar que hay más de una mirada no borra la nuestra, la completa. Y cuando escuchamos sin buscar vencedores, la temperatura baja sola.
Tercero, cambiar la forma de corregir. Nadie aprende cuando lo corrigen con burla. Si un amigo compartió un bulo, mandarle un enlace con un “te engañaron” no ayuda; es mejor ofrecer una pista: “Mira, la fecha no cuadra”, “Este gráfico cortó la mitad de la serie”, “Aquí está el video completo”. El objetivo no es ganar una pelea, es ayudar a que circule menos basura. Menos espectáculo, más evidencia.
Cuarto, hacer cosas juntos. La confianza no vuelve solo con argumentos: vuelve con tareas compartidas. Cuando dos grupos que no se tragan coordinan una campaña de donación, arreglan una losa deportiva o limpian una quebrada, baja la paranoia. El “otro” deja de ser caricatura cuando sudas al costado suyo. Si una municipalidad, un colegio, una parroquia o un club barrial convoca a trabajos concretos, la política deja de ser pelea de memes y empieza a ser organización.
Quinto, pedirle a la política lo que sí puede dar. No necesitamos discursos eternos, necesitamos resultados tempranos en cosas que se sienten: seguridad en el barrio, trámites que no humillan, atención que no te hace perder un día entero. Si los liderazgos explican cómo van a lograrlo con cronogramas, responsables, metas públicas es más fácil confiar, aunque no pensemos igual. Y si además cuidan el tono menos insulto, más propuesta, todos ganamos, incluso quienes no votarán por ellos.
Nada de esto es ingenuo. No vamos a volvernos idénticos ni a aplaudir las mismas ideas. Pero sí podemos elegir no tratarnos como enemigos. Podemos decidir que la política no sea un ring permanente, sino una mesa chamba donde, con desacuerdos, igual se avanza. Podemos decidir que nuestra memoria sea un archivo abierto y no un garrote. Y que la información que empujamos a nuestros grupos sea más un servicio que un desahogo.
Te propongo algo sencillo para esta semana: una conversación lenta con alguien que piense distinto, sin buscar convertirlo; una verificación antes de compartir la próxima “bomba”; un pequeño gesto en tu cuadrilla, colegio o junta vecinal para mejorar algo concreto. Si cada uno hace ese mínimo, el clima cambia. No porque nos volvamos santos, sino porque dejamos de echarle leña a un fuego que ya nos quemó bastante.
El Perú ya pasó por pruebas más duras que una discusión a gritos. Nos sacaron del bolsillo la paciencia, pero no la perdimos del todo. Si empezamos por nosotros una pausa, una escucha, un dato bien puesto y una tarea juntos, la conversación vuelve a servir para algo: para decidir mejor y para vivir un poco más en paz, aunque no pensemos igual. Eso, al final, es lo que hace habitable un país. Y vale la pena