Por: Fernando Zambrano Ortiz
Analista Político
En los supermercados todo está calculado. Apenas cruzas la puerta, te recibe un golpe de ofertas al inicio del pasillo: carteles grandes, “precio imperdible”, galletas, snacks, algo dulce o nuevo que no ibas a comprar. Avanzas y, sin darte cuenta, ya llevas uno o dos extras en el carrito. ¿Y la leche, el pan, el arroz? Al fondo. Para llegar a lo básico te hacen recorrer toda la tienda. No es maldad: es diseño. Cuanto más caminas, más productos ves; cuanto más ves, más oportunidades de compra aparecen. Las “cabezas de góndola” empujan el impulso; el fondo obliga a cruzar por categorías que te tientan. Resultado: sube el ticket sin que sientas que te forzaron.
Los mercados de barrio pueden usar esa lógica a su favor sin perder su identidad. No se trata de engañar, sino de ordenar para que el vecino encuentre rápido lo que vino a buscar… y descubra algo útil y barato en el camino.
Imagina entrar al mercado y toparte con una mesa imán: tres ofertas claras y un combo del día (“sopa para cuatro”, “desayuno de la semana”, “parrilla del fin”). Precios grandes y legibles, mismo formato en todos los puestos. El recorrido fluye con pasillos despejados y flechas simples. Cerca de caja, los básicos de último minuto: huevos, pan, especias, ese snack local que antoja. No es truco; es respeto por el tiempo del cliente y por su bolsillo.
La confianza entra por los ojos. Cartelería ordenada, calendario fijo de ofertas (lunes verduras, jueves cereales, sábado proteínas) y combos temáticos que bajan la ansiedad: “me llevo todo y no me paso del presupuesto”. Si además se informa la procedencia de carnes y verduras, el mercado gana en transparencia.
La tecnología no es lujo: un QR de Yape/Plin visible, un catálogo en PDF y pedidos por WhatsApp bastan para competir en conveniencia. No hace falta una app cara; hace falta orden: listas de difusión (no chats ruidosos), respuesta amable y un reparto vecinal con tarifa plana por manzana. Lo digital no reemplaza la conversa; la organiza.
La higiene se nota y se agradece: piso limpio, mandil y gorra, guantes en frescos, carteles de procedencia. Una vez por semana, un puesto puede preparar una receta rápida con productos del día: el mercado enseña sin discursos y se vuelve punto de encuentro. Una marca común logo sencillo en carteles y bolsas reutilizables une a los puestos bajo una misma identidad: no es el puesto de alguien; es el mercado del barrio.
Conocer al cliente es quererlo bien. Una tarjeta de sellos (nueve compras y la décima con beneficio) vale más que un anuncio. Una mini encuesta de treinta segundos qué falta, a qué hora conviene ajusta surtido y horario. Un boletín semanal por WhatsApp resume todo: ofertas, combos, una receta. No es llenar teléfonos; es cumplir una cita.
“No hay presupuesto”. Con una impresora y un par de horas se resuelven carteles A3/A4, lista de precios, tarjeta de fidelidad y catálogo, los menús del día sugeridos con el precio de la canasta para el menú diario. El costo es menor que una mala semana; el retorno se ve en las ventas más claras, menos devoluciones y más clientes repetidos. “Siempre se hizo así”. Y así, también, se fueron clientes al súper. El mercado tiene ventajas que el supermercado no puede copiar: trato humano, frescura, flexibilidad, credibilidad. Modernizar no quita identidad; la amplifica.
En 30 días, señalización, dos combos fijos y QR en todos los puestos. En 60, reparto barrial, calendario de ofertas, uniforme básico y rutina de limpieza. En 90, club de vecinos con quinientos contactos, receta semanal y métricas simples: cuántos tickets al día, ticket promedio, porcentaje de pagos digitales.
El futuro del comercio popular no está en renunciar a lo que somos, sino en ponerle método. Porque el futuro también huele a cebolla, a pan caliente y a buen trato.
Y si además acepta QR y te manda el pedido a casa, mejor todavía.