Editorial

Una década de inestabilidad política que desangra al Perú

Desde el año 2016 hasta la fecha, el Perú ha tenido seis presidentes sin contar el breve e incierto paso de José Jerí Oré, que asumió en la madrugada del 10 de octubre de 2025, en un periodo que constitucionalmente debería haber significado solo dos gobiernos estables. Este simple dato revela la magnitud del problema: vivimos una crisis política prolongada que ha desgastado las instituciones, ha debilitado la gobernabilidad y ha dividido a la sociedad peruana hasta extremos preocupantes.

En una democracia sana, los gobiernos se suceden en el marco de la estabilidad y el respeto a la voluntad popular. Pero en el Perú de los últimos años, cada elección parece ser el preludio de una nueva crisis, y cada gobierno nace herido por la desconfianza y la confrontación. Lo que debería ser un ciclo de alternancia democrática se ha convertido en un carrusel de presidentes, vacancias, renuncias, disoluciones del Congreso y protestas.

El inicio de esta etapa de turbulencia puede rastrearse al 2016, cuando Pedro Pablo Kuczynski asumió la presidencia y casi de inmediato enfrentó un Congreso hostil dominado por el fujimorismo. Lo que siguió fue una guerra política que desembocó en su renuncia, el ascenso de Martín Vizcarra, la disolución del Congreso y una posterior vacancia que trajo a Manuel Merino por apenas unos días. Luego llegó Francisco Sagasti para completar el periodo, pero la crisis no se detuvo: el 2021 trajo a Pedro Castillo, quien fue vacado en medio de graves acusaciones de corrupción y de intentos de quebrar el orden constitucional. Su reemplazante, Dina Boluarte, enfrenta una gestión marcada por la represión de protestas, denuncias internacionales y una legitimidad política precaria.

Esa sucesión vertiginosa de presidentes no es un mero anecdotario: es la prueba del colapso del sistema político peruano. Los partidos tradicionales han desaparecido o se han vaciado de contenido. Las agrupaciones que hoy se preparan para presentarse  a elecciones son meras alianzas circunstanciales, sin ideario ni cuadros técnicos, que solo buscan el poder por el poder. Y el Congreso, lejos de ser un contrapeso democrático, se ha convertido muchas veces en un campo de intereses particulares, más preocupado por blindar a sus miembros o repartirse cuotas de poder que por legislar en beneficio del país.

El costo de esta inestabilidad lo pagamos todos. La economía se resiente por la falta de confianza y de continuidad en las políticas públicas. La inversión privada se frena ante la incertidumbre. Los proyectos de infraestructura se paralizan. Los servicios públicos se deterioran. Y, lo más grave, la ciudadanía pierde la fe en la democracia. Hoy, una gran parte de los peruanos ya no cree en el Congreso, desconfía del Ejecutivo y ve a la justicia como un instrumento de los poderosos.

Esa fractura social es quizá el daño más profundo. El Perú está dividido entre bandos irreconciliables que ya no se escuchan, solo se atacan. Hemos dejado de debatir ideas para pasar a descalificar personas. La política se ha convertido en un campo de odio y revancha.

Salir de este abismo exige algo más que nuevas elecciones: requiere reformas profundas. Urge reconstruir el sistema de partidos, limitar los abusos del Congreso, profesionalizar la administración pública y establecer un verdadero equilibrio de poderes. Pero, sobre todo, necesitamos reconciliarnos como sociedad. Sin unidad, ningún proyecto de país será posible.

Nueve años de inestabilidad deben bastar para comprender que la política no puede seguir siendo el campo de batalla de ambiciones personales, sino el espacio donde se construya el destino común del Perú. Solo entonces podremos dejar atrás esta década perdida y comenzar, por fin, a escribir una nueva historia de estabilidad y esperanza.