Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Un libro publicado hace casi cien años exactamente, en 1929 me ha catapultado de regreso a los trágicos días previos a la Primera Guerra Mundial. Se trata de July 1914, quizá la obra más polémica del pensador Emil Ludwig.
Como sabemos, Ludwig jamás escribe con tibieza. Al igual que Stefan Zweig (otro biógrafo contemporáneo y escritor en lengua alemana), sus frases tienen dos rasgos principales: la controversia y la pasión. Y esta vez, Ludwig quiso tocar un expediente que hasta el día de hoy no está cerrado: ¿quiénes fueron los culpables del apocalipsis militar de 1914?
En su prólogo, ciertamente, señala que hay una culpa compartida de toda Europa. Sin embargo, para el autor, los verdaderos responsables serían los que estuvieron al mando de los gobiernos de ese entonces. Y con ello no se refiere a los monarcas (a quienes les resta más bien protagonismo), sino a los funcionarios dependientes de estos, como ministros, embajadores o condes, los mismos que trataron la crisis diplomática previa a la conflagración.
Ludwig acusa: en las calles de Europa no se quería la guerra; los que la quisieron y provocaron fueron los de arriba: burócratas políticos y militares (los condes de la guerra o warmongers), quienes, al final, ni siquiera fueron al frente y, lo que es realmente reprochable, no fueron llevados a ninguna corte penal. Millones murieron por su irresponsabilidad. Tal es el legítimo disparo que da un intelectual como Emil.
La crisis previa a la guerra es bien conocida y debatida. En junio de 1914 habían asesinado a Francisco Fernando, el heredero al trono del Imperio Austro-Húngaro. El culpable fue un nacionalista serbio. Por lo tanto, en julio, Austria exigió al gobierno serbio una serie de medidas casi imposibles de cumplir y, finalmente, le presentó un ultimátum. La crisis estaba en pleno. Las cortes europeas intervinieron en el asunto.
Con distinta visión a la de Ludwig, el historiador inglés John Keegan (The First World War, 1998) defiende que el primer gran culpable de la catástrofe fue Austria, aunque lo que vino después fue solo un efecto en cadena al estar las naciones determinadas por una voluntad militarista y guerrerista. Lo de Austria fue, pues, solo una chispa en inmenso reguero de pólvora.
En cambio, para otro historiador, esta vez de Cambridge, David Stevenson: «En último término es en Berlín donde debemos buscar la llave de la destrucción de la paz» (Historia de la Primera Guerra Mundial, 2013, p. 64). Stevenson cree, pues, que Alemania tenía mayor consciencia (y, por ende, responsabilidad) de que el ultimátum de Austria implicaría una guerra de grandes proporciones. Alemania habría sido como el hermano mayor que, en vez de calmar al irascible menor (Austria), le dio el cheque en blanco para iniciar un conflicto y terminó por involucrarse fatalmente.
Difícil, por ende, poder determinar a los culpables de este enfrentamiento histórico. El libro de Ludwig nos inserta en la psicología de todos los participantes. La fatalidad parece ser, según él, una construcción individual. Sin embargo, yendo un poco más allá que el escritor alemán, podemos defender lo siguiente: los ciudadanos, los funcionarios, los reyes, los periodistas, la mentalidad de la época, cualquiera, contribuyó de algún modo a que el incendio se propagara. Y justamente por eso, todos debieron reconocer, a posteriori, su cuota de culpabilidad.
El estudio de la crisis de 1914, por último, nos podría ayudar a juzgar las guerras actuales: quiénes las llevan a cabo y cuánto de responsabilidad política (y legal) tienen, y cómo la gente de a pie va reconfigurando su consciencia ante una escalada bélica.
(*)Mg. en Filosofía por la UNMSM